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Delirio de octubre

I

Quisiera enterrarte una vez más, que seas palabra escrita en la arena de la playa, grito sin eco en los médanos del desierto, mensaje borrado y barrido por el viento, esparcido por el aire; quisiera abandonarte al pie de la eternidad, en los márgenes del tiempo, entre las tinieblas de la memoria, donde yace la tragedia convertida en mentira, enmascarada, mimetizada con todo y, sobre todo, nada… tu recuerdo sepultado sin lápida ni cruz, carcomido «por la voracidad implacable del olvido», aplastado por el paso de las horas y los años, confundido con el rumor de las olas y el naufragio de barcos fantasmas. Que así sea, «fea como la soledad de los enfermos».

No era verdad que la bruja vistiera de rosa, ni que el payaso borracho durmiera la mona; el viejo del costal no buscaba golondrinas en la esquina, sino a los niños que mataron a pedradas a su gato para arrancarles ojo por ojo y diente por diente, como ellos arrancaron de raíz las alas de su propia inocencia y quemaron vivo el sueño de vivir el sueño de vivir… La bruja no era bruja, sino pepenadora, y el payaso borracho camina dando tumbos por las calles del Desierto de los Leones, en donde no hay desierto ni leones, y sus lágrimas no son de cocodrilo ni de plañidera, sino de replicante; llora, gime, berrea, balbuce y balbucea; farfulla que todo es culpa de los judíos, que los gringos le robaron la idea, que los demandará por plagio. Que así sea.

II

payaso triste

En un salón octagonal con paredes de espejos, alguien toca el acordeón, mientras un público tan disímbolo que parece más bien el elenco coral de una película de Browning con algo de Fellini, aplaude la magia de un vampiro elegantemente ataviado. El payaso viejo bebe licor de anís a pico de botella y observa que un hombre de gordura sideral tiene sentado en las piernas a un enano, y el enano viste un pañal, succiona un chupón y agita cascabeles en las muñecas y los talones. Una mujer voluptuosa de vestido rojo, escotadísimo y abierto por la falda, exhibe la entrepierna roja también, pero no tiene cara; el payaso beodo se restriega los ojos y confirma que la fulana, en efecto, es una descarada; una anciana pálida y emperifollada viste con la piel de una foca bebé y lleva encadenado como su mascota a un niño negro.

Perturbado y aturdido, el payaso escudriña el entorno y cree, por un instante, que la reunión de aberraciones oníricas incluye a la mujer barbuda del circo, pero resulta que es un travesti; mira entonces al hombre del acordeón y descubre que es un payaso viejo y triste como él, pero no, viéndolo bien, no es como él, sino él; al borde de la angustia, mira por último el techo, que también es un espejo y refleja una orgía de culebras.

El mago saca de su chistera una cabeza de mujer decapitada, y el payaso gime sin saber que delira, que su pesadilla es la crisis de una borrachera perpetua, cuya causa no quiere recordar; el mago extrae de la manga de su frac un pañuelo blanco y lo dobla en cuatro partes, lo desdobla y enseña que envolvía una oreja; el payaso chilla con el rostro descompuesto detrás del maquillaje a su vez arruinado por las lágrimas, y el mago dobla el pañuelo una vez más, lo desdobla y enseña que envolvía un dedo; el payaso rompe a llorar desconsolado, mientras los demás estallan a carcajadas; el mago repite mecanismo y esquema de su truco para enseñar ahora el pañuelo ensangrentado, y el payaso esconde la cara sobre sus brazos y rodillas, con la determinación de no ver más, cuando siente que alguien acaricia su calvicie; levanta la cara y se encuentra con la de Cuasimodo, que le sonríe y exhibe los dientes morados, casi negros; entonces llama su atención que ya no es él quien toca el acordeón, sino un par de niños siameses, así que sale corriendo del salón como si no pudiera respirar y, una vez afuera, inhala el aire libre hasta el fondo y exhala con alivio.

En la plaza, un oso con falda toca el pandero y cuatro perros miniatura bailan en dos patas a su alrededor; un hombre ciego de voz aguardientosa lee las palmas de las manos, y unos niños mongoloides empuñan machetes, imitados en silencio por tres mimos deformes y una muchacha con parálisis cerebral. La neblina oculta paulatinamente a la concurrencia circense y, al desvanecerse, un saltimbanqui en zancos juega desolado al avión con un sombrero de copa que podría ser la chistera del mago atravesado por una estaca en el pecho.

El payaso bebe y mira al suelo, encorvando la espalda bajo el peso de su cansancio insoportable; horas después, lo despertará el orín de un perro callejero en el pasto del Parque de los Venados, en donde no hay venados, sino indigentes.

zancos

III

Ojalá tiritaras en la niebla que nubla mi delirio de octubre, como la calavera simulada en tu rostro de mimo que mima entre los brazos de un árbol otra mujer invernal, y al caer la noche un hálito de sueño como limbo en donde habita este constante reencuentro de mi nostalgia con tu ausencia fuera nube, para que la lluvia me empapara de ti, bañara las tejas de mi casa y barriera la mierda de gatos y tlacuaches, regara los patios que acabo de arreglar y las enredaderas que han de cubrir la falta de cortinas en las ventanas pequeñas y, al escampar, el viento disipara tu recuerdo como brisa mínima que asimila el mar de los muertos.

¡Ojalá fueras puta con disfraz de enfermera en un asilo de ancianos y bailaras desnuda en el sórdido valle de los leprosos y pepenaras ilusiones en el basurero de la soledad y, en vez de país, tuvieras insomnio y, en vez de amigos, tuvieras envidia y, en vez de familia, tuvieras rencor! ¡Ojalá te vendieras por partes para comprar tu final idealizado como un suicidio romántico!

Por favor, Santa Teresa, que suba la marea, que se trague mi aldea y libere al espíritu de su enfermedad. ¡Que así sea, carajo! ¡He dicho que así sea!

bruja


Magda Davitt

Identidad propia

¿En dónde comienza mi admiración a la cantante y compositora irlandesa Sinéad O’Connor, ahora Magda Davitt? Quizás en su calidad musical como punto de partida; quizás en el momento que se rapó la cabeza para siempre al advertir que la sociedad de consumo, a través de sus medios de difusión, pretendía convertirla en símbolo sexual; quizás en su rechazo al Grammy (no obstante que inauguraba con ella la categoría de música alternativa) por considerar que premiaba más el éxito comercial que la calidad artística; quizás en la prohibición de que un concierto suyo en Estados Unidos comenzara con el himno nacional de ese país y su amenaza de hacer mutis si le era impuesto; quizás en el simbólico momento que rompió una foto del Papa Juan Pablo II y gritó «lucha contra el verdadero enemigo» frente a las cámaras de televisión durante un programa de «máxima audiencia» en vivo, también en Estados Unidos; quizá cuando respondió al abucheo en el Madison Square Garden gritando la canción War, de Bob Marley, que había cantado a capela en aquel programa de televisión; quizás al declararse partidaria del Ejército Republicano Irlandés y festejar después la independencia de Irlanda; quizá desde la continuación de su protesta contra el abuso sexual de niños por curas pederastas y la complicidad encubridora del Vaticano; quizá desde que empezó a denunciar los abusos y maltratos de sus propios padres; quizá desde su defensa del derecho al aborto; quizá desde el reconocimiento público de su propia bisexualidad; quizá desde su crítica y su denuncia de la sociedad de consumo, algo que los medios difusores de chismes reducen a la fricción con cantantes representativ@s del vacío y la superficialidad…

Todo eso tiene su propia historia de pormenores importantes y su contexto no menos trascendental, cuya omisión hace imposible entender cada uno de los actos de rebeldía temeraria que los seres mediocres, insignificantes y cobardes confunden con la secuela del maltrato en la infancia, según los diagnósticos siquiátricos. Las mujeres y los hombres inconformes con el mundo suelen vivir rodeados de una incomprensión aplastante y, a menudo, son tildados de locos, «conflictivos», protagónicos en busca de notoriedad… ¿Por qué no habría de inconformarse y rebelarse contra el mundo, empezando por su familia, una mujer con más dignidad y sensibilidad que la gente ordinaria, si el mundo es un cúmulo de aberraciones execrables?

Ahora, inspirada en los «afroamericanos» que, además de las cadenas, se quitaban los nombres de esclavos, ella se ha cambiado el «nombre patriarcal» de Sinéad O’Connor por Magda Davitt, después de hacer las revelaciones familiares que he publicado aquí en cuanto suceden. Un acto de ruptura radical a los 50 años de edad. Admirable.



La causa de mi creciente admiración en este caso es que una mujer hermosa decida cantar y componer música alternativa de gran calidad y desafiar al poder criminal con actitudes y comportamientos rebeldes, subversivos, inclusive revolucionarios, además de temerarios, valientes y «terriblemente honestos», como diría Vanessa Bauche. Eso es obvio. Pero también hay un antecedente familiar: ella es sobreviviente del divorcio de sus padres (algo estigmatizado por el conservadurismo católico de Irlanda), así como del maltrato que sufrió en la infancia, primero por parte de sus padres y después por el colegio-reclusorio en donde fue internada para castigar y reprimir su rebeldía. Al protestar por el abuso sexual de curas pederastas y el encubrimiento del Papa y la jerarquía católica, lo hacía también por el maltrato y el abuso de los que fue víctima ella misma. Pero algo tan fácil de comprender por alguien medianamente informado, sensible y solidario, es más bien imposible para la turba irremediablemente aturdida por la religión. Cuando ella era víctima de vejaciones y abuso sexual en su infancia, buscaba refugio en Dios, a quien prometió que, si lograba salir de ese infierno, denunciaría con todas sus fuerzas a «quienes usan el nombre Dios para hacer el mal», y empezó por el principal encubridor de la pederastia en el Vaticano, organización a la que acusó de ser un «nido de demonios». Pocos años después de aquel escándalo en el mundo del espectáculo, y el veto de por vida en la televisión gringa, Sinéad se ordenó sacerdotisa para «rescatar a Dios de la religión», ordenación que, desde luego, desconoció el Vaticano y la excomulgó.



Desde que Sinéad O’Connor, ahora Magda Davitt, publicó un video en el que habla entre lágrimas y a bocajarro de su soledad, su enfermedad y su crisis en general, me empapo obsesivamente de todo cuanto se refiere a ella y, en la búsqueda, antes de sus revelaciones familiares con dos cartas a su padre, tuve este gran hallazgo, una auténtica joya que también me permito compartir. Se trata de un texto escrito por ella en abril de 2010 y publicado en español por El País (diario que ahora sirve y obedece a la estrategia mediática de Washington, el Pentágono y la CIA contra el pueblo y el gobierno de Venezuela, entre otras cosas). Si alguien no conoce a Magda Davitt, en aquel entonces Sinéad O’Connor, ni es capaz de intuir las razones de su rebeldía y su temeridad, se quedará boquiabierto ante la valentía y la honestidad con que denuncia la hipocresía y la incongruencia criminal de la iglesia católica y el Vaticano ante los abusos sexuales de miles de niños, particularmente irlandeses y gringos, por curas pederastas. El texto es también un testimonio personal, un relato en primera persona de su propia experiencia, lo que añade valor a la denuncia. Los errores de sintaxis, sobre todo hacia el final del texto, son atribuibles a la traducción.

Una variante brutal del catolicismo



Yo soy misántropo y, si acaso tengo algún tipo de fe, la deposito en los seres excepcionales, extraordinarios.



Su antigua hija

Carta abierta de Sinead O’Connor a su padre, publicada por ella el pasado 4 de junio en su cuenta personal de Facebook, donde sólo es posible leer la versión original en inglés y su traducción automática, legible pero imprecisa y, a ratos, confusa, por lo que me he permitido hacer mi propia traducción con la esperanza de obtener, en algún momento, el visto bueno de la autora, que la presenta como «una carta abierta al hombre que se ha follado a mi madre en más de un sentido».

Como es característico de la cantante y compositora irlandesa, todo es dicho tan a bocajarro, en un tono tan crudo que sacude la conciencia, lacera el alma y la sensibilidad.

Va pues, primero la versión original en inglés y luego mi versión en español:


Mr. O’Connor

Between my ages of three and eight, you were absent from our family home for literally scores of sets of weeks and months at a time. Despite being well aware of exactly what your chosen wife was doing to your children. Indeed there is no doubt you knew, since your eldest daughter was during that time placed in residential care for protection from the violence of her mother.

One morning I begged you not to leave the house because I knew my mother was going to hurt me and my little brother very badly, but you left anyway. And I will always remember the look we exchanged as you walked out the door. That look was the beginning of our lifelong war with each other.

During your absences and Your eldest daughter’s time in Protective care, (why did you assume only she was being abused?) I became the subject of multiple rapes and intense sexual violence as well as other extreme violence and psychological torture at the hands of your chosen wife, my mother.

You were with your current wife, raising her children, making love with her, being happy with her, then sleeping soundly, while I was being ravaged and disintegrated.

Your fatherly duty of care to me did not kick into action until 1975. At which time merely in order to hurt my mother, you sought and gained custody of your children. Two of whom, including myself, were so hurt by your previous years of abandonment that they preferred to return to their mother. One of whom did not let you take him. As frightening as she was.

During the nine months or so that three of your children stayed with you, you were advised by your current wife that I needed therapy, since I would not come out from under my brother’s bed, and spent my days howling like a wolf for my mother. You ignored your wife. Again failing in your duty of care. And you left your current wife entirely alone in ‘dealing with’ me.

Had you not ignored her, I would be a well woman today and I would be with my four children instead of yet another hospital trying to recover.

Between 1966 and 1975 I suffered eight and a half years of torture that you don’t know about and neither do my elder siblings.

As a result of this torture and your abandonment of me to it, I have suffered all my life with three very painful mental illnesses (BPD, CPTSD AND MDD) which have cost me almost half a million euro in therapy and hospitals. And have destroyed my own family, from whom I am estranged now, due in significant part to your malevolent influence on their behavior toward me as a sufferer of mental illness.

Had you acted responsibly and not knowingly neglected to protect me for the first eight years of my life, I would not have to carry the burden of these illnesses and their effect on my life and my children’s lives.

I would like renumeration in the sum of five hundred thousand euro for what I have had to fork out in medical costs and for emotional damages caused by your abandonment and neglect, sent to me via my accountant. And if they are not, I shall have no option but to bring legal proceedings against you in order to obtain them.

It is entirely outrageous that victims of parental abuse and neglect, who have to suffer the burden of the wounds they carry for life should also have to suffer the financial burden of recovering.

Please have no doubt that I am serious. I will become the first person in ireland to sue an abusive parent for renumeration and I will expose everything you’ve tried all your life to revise and hide and lie about (most notedly by the use of the cunning last paragraph of your memoir, and by having my older brother call me a liar thirty years ago when I first began to tell my truth. Thus ending our sibling relationship forever) unless you for once do right by me and show your sincere remorse by making this payment.

I’m attaching this photo so that you may examine the eyes of us both. The stance. The relationship. There is no protection.

There is no connection.

Your former daughter, Sinead.


Sr. O’Connor:

Entre mis edades de tres y ocho años usted se ausentó de nuestra casa familiar por decenas de semanas y meses cada vez, a pesar de saber exactamente lo que su esposa elegida estaba haciendo a sus hijos. De hecho, no hay duda de que usted lo sabía, ya que su hija mayor, durante ese tiempo, fue colocada en cuidado residencial para protegerla de la violencia de su madre.

Una mañana le rogué a usted que no se fuera de casa porque sabía que mi madre nos haría mucho daño, a mí y a mi hermanito, pero usted se fue de todos modos. Y siempre recordaré la mirada que intercambiamos cuando salió por la puerta. Esa mirada fue el comienzo de nuestra guerra de toda la vida.

Durante sus ausencias y el tiempo que su hija mayor pasó en el cuidado protector (¿por qué asumió usted que sólo ella era maltratada?), fui objeto de múltiples violaciones y de intensa violencia sexual, así como de muchos otros actos de violencia extrema y tortura psicológica en manos de su esposa elegida, mi madre.

Usted estaba con su esposa actual, criando a sus hijos, haciendo el amor con ella, siendo feliz con ella, luego durmiendo profundamente, mientras yo era devastada y desintegrada.

Su deber paterno de cuidar de mí no entró en acción sino hasta 1975. Entonces con el único fin de lastimar a mi madre, usted buscó y obtuvo la custodia de sus hijos, dos de los cuales estábamos tan heridos por los años anteriores de abandono que preferíamos volver con nuestra madre, y a uno de los cuales no le permitió llevárselo. Era tan aterrador como ella.

Durante los nueve meses o algo así que tres de sus hijos se quedaron con usted, su esposa actual sugirió que yo necesitaba terapia, ya que no salía de abajo de la cama de mi hermano y pasaba mis días aullando como una loba por mi madre. Usted ignoró la sugerencia, fallando una vez más en su deber de cuidado, y dejó a su actual esposa completamente sola en la tarea de «lidiar conmigo». Si no la hubiese ignorado, yo sería hoy una buena mujer, estaría con mis cuatro hijos y no en otro hospital, tratando de recuperarme.

Entre 1966 y 1975 sufrí ocho años y medio de tortura que usted no conoce y tampoco mis hermanos mayores.

Como resultado de esa tortura y el abandono de mi persona por usted, he padecido toda mi vida tres enfermedades mentales muy dolorosas (BPD, CPTSD y MDD) [1] que me han costado casi medio millón de euros en terapia y hospitales, y han destruido a mi propia familia, de la que ahora estoy separada y distanciada, debido en gran parte a la malévola influencia de usted en la actitud de ellos hacia mí por ser víctima de enfermedades mentales.

Si usted hubiera actuado con responsabilidad y no hubiera descuidado conscientemente su protección durante los primeros ocho años y medio de mi vida, no tendría la carga de estas enfermedades y sus efectos en mi vida y en la de mis hijos.

Quiero una remuneración por la suma de quinientos mil euros, por lo que he tenido que pagar en gastos médicos y por los daños emocionales causados ​​por su abandono y su negligencia, y que me los envíe a través de mi contador. Si no lo hace no tendré más opción que entablar acción legal contra usted para obtenerlos.

Es totalmente indignante que las víctimas de maltrato y abusos, así como del descuido negligente de los padres, además de la carga de las heridas que llevan de por vida, sufran la carga financiera de la recuperación.

Por favor, no dude que hablo en serio. Me convertiré en la primera persona en Irlanda que demandará a un padre abusivo para obtener la remuneración y expondré todas las pruebas que usted ha tenido toda su vida para revisar, esconder y mentir (sobre todo por el uso astuto del último párrafo de sus memorias y por contar con mi hermano mayor para llamarme mentirosa hace treinta años cuando comencé a decir mi verdad, terminando así nuestra relación de hermanos para siempre), a menos que usted, por una vez, haga lo correcto para mí y muestre sincero remordimiento al hacer este pago.

Adjunto esta foto para que pueda examinar los ojos de ambos. La postura. La relación. No hay protección.

No hay conexión.

Su antigua hija, Sinead.


1. Siglas de los diagnósticos psiquiátricos en inglés que se refieren, en español, a: trastorno bipolar, trastorno de estrés postraumático complejo y trastorno depresivo mayor. Las tres siglas terminan con D por la palabra disorder, no por diagnosis. Los desórdenes mentales, según su diagnóstico psiquiátrico, son llamados «trastornos» en español.


25 microrrelatos

Simon Marsden

Simon Marsden

Casas embrujadas

La enfermedad de la casa es contagiosa, pero los mortales que viven en ella  son indolentes, como los fantasmas y otros habitantes etéreos, a diferencia de los duendes y demonios, que optaron por emigrar. Tan enferma está la casa que hasta las gárgolas se han ido.

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El fantasma de un niño atormentó a su padre hasta el suicidio por haberlo asesinado y, reconciliados en la muerte, para evitar el aburrimiento, ambos impiden ahora que alguien más viva en esa casa.

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Era una casa lóbrega y fría, llena de ruidos y presencias invisibles, hasta que un exorcismo acabó con la invasión de seres mortales y, desde entonces, los fantasmas deambulan en armonía.

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Los demonios de la casa expulsaron a Norman Bates, que se mudó a su propio hotel, cuyos huéspedes son peores, pero a diferencia de los demonios, es posible exterminarlos.

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Se dice que la casa está embrujada porque todos los martes a las diez de la noche, los fantasmas de las brujas que siglos atrás vivieron allí hacen sus aquelarres.

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Guillermo del Toro rodaría otra cinta sobre una casa embrujada, pero los fantasmas se pusieron en huelga por el abuso de efectos especiales.

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El director de la cinta hizo morar a los actores en la casa embrujada para que se aclimataran y ahora sólo escucha sus pasos.

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Las casas embrujadas estaban tan choteadas que el autor optó por inventar una calle poblada por los fantasmas del teatro Tívoli.

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Agobiados por susurros, pasos y sombras en movimiento, los habitantes abandonaron la casa y, fuera de su hábitat, se desintegraron.

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La casa no estaba embrujada, sino aburrida; no soportaba el vacío y la soledad porque todos se iban cuando ella quería jugar…

Corazones destrozados

Al arrancarlo de su pecho, el corazón de la bestia se disipó en la niebla del bosque a la luz de la luna llena y, con música muy triste, comenzaron los créditos finales.

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Le declaró su amor con el corazón en la mano, pero ella respondió con horror a tal escena (por gráfica, sanguinaria y aberrante) y el corazón dejó de palpitar.

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Ella no lo dijo en sentido metafórico y él lo supo al ver los pedazos de su corazón esparcidos por el suelo al cabo de rastros de sangre.

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–Ahora eres un hombre –dijo su padre al entregar el corazón del ciervo que su hijo había cazado; él se lo comió y murió esa noche.

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Todos lo imaginaban encantador, pero «El Rompecorazones» era un vulgar asesino que hacía de las suyas con martillo y cincel en mano.

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Cuando Frankenstein era niño, su madre murió de un infarto y él extirpó el corazón de su perro, pero el implante fue un fracaso.

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Una sombra invadió el sueño de Ellen y le arrancó el corazón. Al despertar, ella lo encontró palpitando fuera de su pecho.

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–Me comeré tu corazón –dijo Hannibal Lecter al enfermo cardíaco, provocándole un infarto, y su corazón le supo del carajo.

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Al estallar dentro de ella con un deseo acumulado desde su despertar sexual, también estalló su corazón. Fin de la historia.

 ***

La paradoja de un corazón de vampiro es que, a pesar de no latir, hay que atravesarlo con una estaca para matar al portador.

Brevedad erótica

Primero ascendí; mis labios fueron alpinistas para escalar hasta la cima de tu busto en donde mi descanso fue saliva; luego descendí hacia tu selva y penetré a la cueva en donde mi urgencia fue alivio.

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Las estrellas dormidas en el agua son como las mujeres cuando nos sumergirnos en ellas y bogamos en la profunda intimidad de sus humedades.

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De su acumulación durante años, el deseo pasó en segundos a las caricias apremiantes y los besos húmedos, el estallido y la lluvia…

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Demoré cuanto pude la cerveza más cara de mi vida en espera de la bailarina que, tras bambalinas, gemía un coito dilatorio.

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Atravesé el desierto de la ciudad a medianoche para saciar mi sed en el oasis de tu regazo y ser pes dentro de ti.


24 microrrelatos

scary-horror

Juguetes diabólicos

Decía ver las muñecas de porcelana cada vez más cerca de la chimenea; una noche oyó que lloraban, se levantó de la cama, bajó corriendo las escaleras y confirmó que la casa estaba en llamas.

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La cuerda para saltar se enredó en un tronco del árbol por un extremo y en su cuello por otro extremo. ¡Juro que no fue suicidio!

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El terremoto imaginado por un niño al destruir su maqueta de mecano tuvo réplicas en la realidad de su país, Estados Unidos.

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Ted, el osito de peluche, parece inofensivo, pero es un violador sexual que mata a sus víctimas y trafica droga en su interior.

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El juguete rabioso que inspiró la novela y el nombre de la banda de rock, ha servido para más de cien suicidios y sigue activo.

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La muñeca enferma por contagio recíproco, llora, moquea, echa gases, eructos, suda con olor a toxinas, muerde y tiene rabia.

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Con su pistola de agua hirviente, José dejó ciego a Luis, quemó al perro y, harto de tanto chillido, mate a los tres a balazos.

Whiplash

Whiplash

Profesores enfurecidos

En venganza por una mirada, la profesora de geografía llevó al extremo su fealdad con un castigo desproporcionado por el que pagó muy caro: su fantasía sexual pasó de los sueños pervertidos al insomnio con fiebre y ansiedad, sin remedio ni control.

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Mientras el ogro daba clases, yo lo dibujaba con implacable sorna, pero un día me descubrió y, desde entonces, aunque ya cagué lo que me obligó a tragar, mi estómago no deja de gruñir.

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El profesor gruñía y yo dibujaba miniaturas rabiosas, hasta que me descubrió y, con espuma en la boca, dejó sin dedos mis manos a dentelladas.

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El profesor daba clase fumando y, en su imaginación, apagaba el cigarro sobre los desnudos muslos de alumnas deseables pero poco esmeradas.

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«La letra con sangre entra», era su lema y, cada vez más literal, pasó del castigo corporal a la transfusión sanguínea.

time-travellerViajes por el tiempo

Volaba como ave y viajaba por el tiempo, a veces al mismo tiempo, en sueños de los cuales no quería despertar; soñaba que fueran eternos, y un día no despertó, se quedó en el viaje, volando como ave por el infinito del más allá.

***

Su nave para viajar por el tiempo era una cama en la que soñaba con el pasado mientras viajaba al futuro; un día despertó y había pasado medio siglo de vida inútil, desperdiciada.

***

He viajado por el tiempo durante medio siglo: comencé en 1965, estoy en 2017 y espero llegar a 2046 para entonces desandar el camino de mis antiguos amores en Hong Kong.

***

Para que me transportara el túnel del tiempo, levanté una alcantarilla, bajé a la cloaca, jugué con niños indigentes y, cuando me dio hambre, volví a mi época.

***

No recordaba su entrada al túnel; una rata lo guió para salir y, por fin afuera, el borracho en harapos supo que habían pasado cinco siglos.

***

En los intentos de volver a mi época he lidiado con simios que hablan, coches que vuelan, androides asesinos, manicomios y públicos estúpidos.

Maira Cepeda Fernández

Ilustración de Maira Cepeda Fernández

Ahogados

«El ahogado más hermoso del mundo» era un cadáver amarillento, hinchado y flatulento que las mujeres del pueblo se negaban a enterrar o devolver al mar.

***

Ahogado en alcohol, sumergido en el agua que anegaba la bañera, con rocas encima, el marido infiel abrió los ojos en blanco y miró hacia sus adentros.

***

El mar devolvió su cuerpo a la playa, como quien tira sobras de comida, y su familia se conformó con eso para la despedida.

***

Ahogado en su propia sangre, México yace bajo tierra como una fosa común, otrora campo de concentración, orgulloso de sí mismo.

***

Ahogado con la sangre de sus víctimas, el capital vampiro, sanguijuela del trabajo de otros, parásito del pueblo, ha revivido.

***

Pálido, con rémoras de naufragio y los ojos en blanco, arrastró sus pasos hasta el camarote y estranguló al niño que dormía. Fin

 


Inventario de sombras

Por fin, ha callado la fiesta. En el remanso de la noche que sucede al estruendo, escucho el paso de las horas mustias, un silencio de grillos y cigarras, el rumor de los trenes en la distancia, una distancia que los hace tolerables y hasta románticos, el sueño unánime de los pájaros que pueblan los árboles en parvada… Y algo me dice que las almas de los muertos duermen entre las sombras hacinadas, que las zonas ocultas del pensamiento son laberintos de sombras, que no hay atmósfera más propicia para la quiromancia necrófila que la oscuridad nocturna y la soledad, el vuelo de las sombras, cuando migran los ánimos desde los tremedales de los bajos instintos y el odio misántropo hasta la idealizada serenidad del infinito celeste.

***

El tiempo y sus combinaciones:
los años y los muertos y las sílabas,
cuentos distintos de la misma cuenta.
Espiral de los ecos, el poema
es aire que se esculpe y se disipa,
fugaz alegoría de los nombres
verdaderos. A veces la página respira:
los enjambres de signos, las repúblicas
errantes de sonidos y sentidos,
en rotación magnética se enlazan y dispersan
sobre el papel.

Estoy en donde estuve:
voy detrás del murmullo,
pasos dentro de mí, oídos con los ojos,
el murmullo es mental, yo soy mis pasos,
oigo las voces que yo pienso,
las voces que me piensan al pensarlas.
Soy la sombra que arrojan mis palabras.

Octavio Paz (1)

Pavoso es alguien de índole sombría, capaz de contagiar las sombras y provocar inclusive una epidemia de opacidad umbrosa, una corriente de oscuros nubarrones en los ánimos; desconocido, extraño, el que veo del otro lado del espejo cuando me asomo a la noche interior por esa ventana y advierto que no hay luz en su mirada ni reflejo de la mía, no existe vida en sus ojos, su gesticulación no irradia calor alguno y es más bien expresión de frío y agonía resignada, muerte a paso de oruga que no mutará en mariposa ni en pétalos de crisálida, sino en tortuga vieja con arteriosclerosis y esclerosis múltiple; tampoco percibo color alguno del otro lado, sólo negra oscuridad y penumbra gris, como si el hombre del espejo no fuera hombre, sino planta de sombra, helecho avergonzado y melancólico, al que duele vegetar por el lumbago, al que aflige ser mala hierba como el abrojo, pero intolerante al sol, a la luz diurna, o sea, hierba peor.

Al desconocido, extraño, extranjero en el país de los fantasmas, algo así como la sombra de Nosferatu en el espejo, lo entristece la tristeza de su casa, en donde reposan los escombros del cuerpo que habitó, el cascajo de la mente que brillaba, las ruinas de un alma en pena que lo apena; la tristeza de su casa lo entristece por contagio consuetudinario, por transmisión respiratoria de una enfermedad emparedada, por acumulación de abandono en su presencia y de olvido en su memoria, por aglomeración de telarañas sofocantes inclusive para las arañas, por el polvo de los días y los años que sepulta los muebles, los rincones y las esperanzas, por la voracidad de la carcoma que reduce las puertas a frágiles ilusiones y satura el aire de células muertas, por el salitre de los huesos que, agujas y tubos mediante, contamina el agua, por la queja sonora del viento que lo aqueja con su doliente asedio y lo invade…

Asomarse a la noche interior por el espejo que separa nuestras alteridades es un salto al abismo de las sombras, al nebuloso limbo en donde yacen las cenizas de los sueños, a la región prohibida por la suma de todos los miedos, gélido encuentro de la mirada con la muerte agazapada como fiera en acecho, como irrupción de un rayo en el camino de regreso al origen del fracaso, relámpago que agrieta el piso a nuestro paso en los abruptos recodos y torcidos meandros del tiempo.

El odio que se nutre de vacíos existenciales corrompe las entrañas, envenena la calma y la vida silvestre, intoxica la imaginación literaria y engendra sombras deformes, distorsionadas, arrasa con las tenues luces de las calles pueblerinas a medianoche y deja en su lugar una población de sombras, mientras en los monasterios y conventos, las abadías y parroquias, trueca la cava de vino consagrado por una bodega de sombras, calabozo de tinieblas, mazmorra del horror, en donde son encerrados los niños que se niegan o resisten al sacrificio religioso para que mediten entre ratas y cucarachas hasta que asuman su culpa, el pecado irredento de la desobediencia y la insumisión, que será redimido por la renuncia y el dolor. Para estupideces criminales no paramos.

A la sombra de un árbol, se cierne otra sombra sobre nosotros; sombras de nuevas dudas sustituyen a las antiguas certezas; el cadáver de un indigente quemado apesta entre las sombras sobrepuestas del parque. Al alba, en las rachas de amnesia por las noches de insomnio, confundo las pálidas sombras de fantasías fantasmales con falsos recuerdos, la huella de algo que nunca ocurrió. En el delirio, me sigue y persigue una sombra estilizada, magnificada por mi propia megalopía, me refugio en un salón de trémulas sombras que proyectan las velas del tenebrario al encender sus diminutas llamas, atmósfera de fuegos fatuos, y reflexiono el protagonismo de las sombras en el expresionismo alemán y el cine negro, sombras que se desprenden y adquieren independencia de los cuerpos (2).

Como un diálogo de sombras palpitantes que tiemblan en silencio y un lenguaje sordomudo, tartamudo, la intensa luz del sol que reflejan los astros nocturnos proyecta un esbozo espectral de los sueños en las paredes que rodean mi cama. Si no duermo los veo, sueño despierto. Así recuerdo las noches en vela de una infancia precoz, de cuando la soledad comenzó a ser mi sustancia. Poco o nada podía saber entonces del encuentro del tacto con la cólera helada, del encuentro del gusto con la oreja de Van Gogh en salmuera, del encuentro del oído con un pandemonio de carcajadas, del encuentro del olfato con la muerte a fuego lento y, en fin, del encuentro umbrío de la mirada con el espejo de las sombras.

Ahora que lo pienso, porque soy el reflejo de unos ojos de piedra, una mirada petrificada y atónita como sombra pétrea, y emerjo de la noche interna, insomne, a la noche ubicua, interminable, soy también la sombra sucedánea de mi pérdida, la palabra, la ciénaga, el incendio, inercia delirante «que acaba por ajar la rosa que venera», como el poeta ciego con el báculo a tientas «entre los asfodelos de la sombra». Que así sea.

1. Fragmento final del poema Oídos con el alma…

2. Véase Vampyr – Der Traum des Allan Grey (Alemania, 1932), de Carl Theodor Dreyer, que supone además la transición entre cine silente y sonoro, del cine mudo al hablado, así como una primera y genial exploración de la mirada subjetiva.


Quince microrrelatos de horror

Todo comenzó como un juego de los adultos, que acordaron disfrazar a los niños de personajes Picapiedra para la fiesta. Era imprevisible que esos niños asumieran tan en serio su papel de trogloditas y, para empezar, destrozaran la casa y los coches; era imprevisible que luego sometieran a sus propios padres y los colgaran como venados recién cazados, atados de pies y manos a las ramas que arrancaron de los árboles; era imprevisible que hicieran hervir caldo en senda vasija sobre una fogata al aire libre, todo en medio de un griterío infantil que impedía distinguir las inútiles órdenes y súplicas de los progenitores. El estresante pandemonio despertó por fin a los adultos de la pesadilla, colgando como venados recién cazados, atados de pies y manos a las ramas que sus vástagos habían arrancado de los árboles…

***

Cuando cumplió cinco años con el mote de ballenato por razones obvias, su mamá decidió que había llegado el momento de que aprendiera a nadar y, con ayuda de algunos tíos, lo arrojó a la piscina de la casa de fiestas. El niño se hundió y pasó un minuto bajo el agua; su papá se arrojó tras él para sacarlo, pero no lo halló; sus tíos se sumaron a la búsqueda y tampoco. Desesperados, drenaron la piscina y nada: el ballenato se había disuelto. Su mamá, desde entonces, tiene la sensación de que el agua intenta violarla cada vez que se baña.

***

Papá ocultaba el cuerpo de mamá en la nevera del sótano, bajo los helados y las paletas congeladas que los niños glotones y obesos comieron compulsivamente hasta confundir el postre con el plato fuerte.

Explosiones atómicas

El ácido que llovió sobre la ciudad desde la hecatombe dejó calvos a quienes habían salido ilesos, fueran personas o animales, antes de que se les cayera la piel a pedazos, y tuvo un efecto desastroso también en la flora. Años más tarde, las plantas carnívoras eran las únicas sobrevivientes.

***

El hongo levantado por la explosión atómica echó raíces en la tierra moribunda y han brotado retoños que se reproducen y proliferan con alarmante celeridad, como onda expansiva hacia todo el mundo.

***

Las deformidad de los niños que nacieron cerca de Chernobyl después del accidente, proveyó al cine soviético de suficiente materia prima para sus películas de ciencia ficción.

***

Los gringos creyeron enfrentar una invasión alienígena, pero sus enemigos eran más bien los hijos de sobrevivientes a la hecatombe nuclear en la hora de la venganza.

***

Las secuelas de la explosión atómica fueron otra pesadilla, más duradera, en la que padecimos un odio que, al final, también nos destruyó.

***

La película sería épica, pero su rodaje fue una pesadilla de horror post-apocalíptico por haber elegido ese desierto como locación.

***

De regreso a su país, una vez devastada Hiroshima, el escuadrón aéreo fue recibido por una lluvia negra que duró 70 años nomás.

Vampiros e imitadores

Si algo hacía difícil de creer su edad era la inmadurez que arrastraba como lastre desde que, siglos atrás, un vampiro inmortalizó el paso de su existencia por la pubertad con una transfusión sanguínea.

***

Carmilla, Drácula y Lestat, entre otros, reencarnan en los cuerpos de mediocres aspirantes a la inmortalidad que pagan con sus vidas la experiencia de una noche bajo el disfraz.

***

En sus fiestas de disfraces, llamadas noches de vampiros, los obsesos y posesos beben sangre humana y, en vez de inmortalidad, contraen enfermedades que los matan.

***

Durante miles de años, los vampiros fueron criaturas famélicas, hasta que la extinción de la especie humana los obligó a superar el síndrome de abstinencia.

***

Una vez superada la crisis de abstinencia, los vampiros descubrieron que podían prescindir de su alimento mientras nada los alterara.

***

La guerra entre vampiros y licántropos ha causado más bajas mortales que inmortales, como su imitación de cuarto mundo por el poder en México.


Adictos

Segunda parte

Plutarco en su habitual conjunto de ropa deportiva color gris oscuro, corre de noche por las veredas del Parque Xicoténcatl a través de la penumbra, disminuye abruptamente la velocidad, mira su reloj y oprime un botón para detener la marcha del cronómetro; salta la reja y camina por la banqueta, sudando con la respiración levemente agitada; llega, calles y minutos después, al edificio donde se aloja, sube al primer piso y, al sacar sus llaves, observa que hay luz en el interior, gesticula con ligera extrañeza y entra. Sentada en un sillón de la sala, iluminada por una lámpara de buró, Leticia viste un camisón de manga larga y bebe un té. Su rostro y su actitud en general expresan rencor.

–Hola –saluda Plutarco, y ella tarda en responder:

–Tú también eres adicto.

–¿A qué soy adicto?

–Al ejercicio físico.

–¿Y eso es malo?

–No (pausa). Pero hay algo que me gustaría platicar contigo.

Plutarco se sirve un baso de agua, toma asiento en el otro sillón y piensa que, la vez anterior, ella optó por el sofá, en donde podía sentarse también él y estar más cerca uno del otro.

–¡Adelante, viene de ahí!

–¿Recuerdas que dijiste que los adictos al sexo buscamos amor?

–Claro que lo recuerdo.

–Más bien dijiste que necesitamos amor, pero buscamos sexo porque es más fácil de conseguir.

El tono de Leticia parece un reproche.

–Sí, eso dije.

–Estuve pensado mucho en eso porque me dejó un mal sabor y, para quitármelo, tengo qué decirte por qué me dejó un mal sabor.

–Te escucho.

–Es una confesión muy grave, así que por favor espera a que termine para decir algo.

–De acuerdo.

Leticia respira hondo, como si tomara impulso para soltar el relato que tiene mentalmente preparado.

–Cuando yo era niña –comienza–, tu abuelo tenía una tienda de antigüedades en San Ángel, en una plaza comercial con diez locales alrededor de un estacionamiento empedrado. Yo lo acompañaba los fines de semana por obligación. Entre semana iba a la escuela y los fines a la tienda de antigüedades, así que no tenía días de descanso y me aburría horriblemente allí. Casi no llegaba gente y era todo el día, como diez horas… El local no tenía baño. Teníamos que usar un baño comunitario en medio del estacionamiento. Era subterráneo. Bajábamos un piso por unas escaleras angostas entre paredes de lava. Y no recuerdo si yo lo había hecho antes en otro lugar, pero una vez, en parte por el aburrimiento insoportable, me desnudé completamente, me asomé por la puerta y quizá no me atreví la primera vez, pero en la siguiente subí desnuda las escaleras, muy despacio para regresar corriendo al baño si alguien bajaba, y nadie bajó. Repetí eso a cada rato, más de una vez al día, y nunca bajó nadie mientras yo subía. ¡Era muy excitante! Dejé de aburrirme y hasta me emocionaba que llegara el fin de semana. Pero mi atrevimiento aumentó…

Leticia bebe de su té y continúa:

–Un día, tu abuelo me dejó sola en el local, me dijo que tardaría, no sé, quizás media hora, tiempo suficiente para que yo hiciera mi travesura. Me desnudé en el baño y se repitió la situación unas tres veces, hasta que me atreví a regresar a la tienda con mi ropa en las manos; subí al tapanco del local y esperé a que alguien llegara; llegó gente y yo la observé desnuda sin hacer ruido. Así varias veces, siempre que papá me dejaba. Pero un día me puso un cuatro: me vigiló desde adentro del carro y regresó cuando yo estaba desnuda en el tapanco; intenté vestirme rápido, pero no tuve tiempo, y me regañó muy enojado, me interrogó, que desde cuándo hacía eso y por qué; como yo no le respondía, me zarandeó y lloré…

–¿Te pegó? –pregunta Plutarco.

–Nunca. Esa noche llegó calmado a mi cuarto a decirme que él me conocía muy bien, que me entendía porque sabía mucho de sicología infantil, sabía que yo necesitaba el amor que no me había dado por descuido, me prometió que no le diría nada de mis travesuras a mamá, pero yo tampoco debía decirle nada del amor que, a partir de ese momento, me daría, que sería nuestro secreto, y su «amor» consistió en besuquearme hasta los gemidos, chuparme los dedos de las manos y meterme los suyos por la boca. Durante un año, entró a mi cuarto en la noche casi diario y, con los dedos mojados de mi saliva, comenzó a tocarme todo el cuerpo y frotar mi vulva. Nunca me lastimó con dolor físico, pero es obvio que yo no estaba preparada para eso. ¡Tenía nueve años! Después me hizo tocar su pene y sentir cómo crecía y se ponía duro, y una noche hizo que lo chupara…

Leticia inclina su tasa y comprueba que está vacía; se limpia la cara con la mano como si llorara por la nariz, y continúa:

–Ya sé que a ti nada te escandaliza, pero es inevitable imaginar lo pervertido que ha de parecerte este relato. Prefiero darte detalles a tener que regresar…

Plutarco titubea y está por decir algo cuando ella lo detiene con una señal de la mano, como quien detiene el tránsito.

–No –dice–, todavía no digas nada, por favor. Déjame terminar. Empecé a fallar en la escuela porque no podía concentrarme y me volví peleonera, sobre todo con otras niñas, casi nunca con niños, y la escuela citó a mis papás, y quizás entonces mamá comenzó a sospechar lo que sucedía; nunca sabré si lo descubrió por causalidad o le puso un cuatro a papá, el caso es que lo sorprendió, y sobrevino una crisis muy grande. Papá se justificó diciendo algo que me convenció: Dijo que yo necesitaba atención especial, que hacía la travesura de subir desnuda al estacionamiento de la plaza y al tapanco del local porque buscaba sexo y buscaba sexo porque necesitaba amor, y él me lo daba porque, si no me lo diera, yo lo buscaría en otros hombres que se aprovecharían de mi inocencia y abusarían de mí. Eso me convenció porque él era muy astuto y yo muy idiota. Si antes me había convencido de que hacer lo que me hacía era darme amor, mi noción del amor era esa… En fin. Mis papás se divorciaron, mamá ganó la patria potestad y permitió que tu papá, diez años mayor que yo, viviera con tu abuelo, porque ya estaba grande y así quisieron los tres, pero la ganancia de mamá fue una pérdida para mí, porque durante años no volví a tener «amor», según la noción que fomentó papá. Durante años tuve terapias con sicoanalistas que difícilmente lograban que yo les dijera algo; eran caros y estúpidos. Mis papás vendieron la casa y nos mudamos a un departamento en un piso alto, y entonces volví a mis travesuras: esperaba a que mamá empezara a roncar para desnudarme y bajar las escaleras hasta la calle. Si escuchaba salir a alguien de su departamento, yo regresaba corriendo y después de un rato bajaba de nuevo. Nunca me vio nadie, al menos en el pasillo; quizás algún morboso me vigiló desde atrás de la puerta o la ventana de la cocina con la luz apagada; esa posibilidad me excitaba muchísimo y todavía me excita. Llegué a caminar desnuda por la calle unos cuantos pasos, media cuadra a lo sumo. Mamá nunca se enteró. Cuando llegué a la pubertad, los hombres empezaron a verme de otro modo y yo a sentir que la vida tenía sentido, pero confirmé lo que sospechaba cuando mamá se opuso a que viera de nuevo a papá, inclusive a que habláramos por teléfono o nos escribiéramos, y un día me echó en cara los abusos de papá, como si yo los hubiera provocado o al menos tuviera parte de la culpa. Desde entonces, imagino a mamá «razonando» que papá llegaba excitado a tener sexo con ella luego de estar conmigo, que ella le servía nomás para terminar lo que había empezado conmigo. Y yo también «razono» que, si algunas veces mamá se negó a ser usada para lo que parecían eyaculaciones precoces y papá se masturbaba en el baño después de estar conmigo a solas, ¿cómo es posible que ella no se diera cuenta de lo que sucedía o siquiera lo sospechara? ¡Ella era menos inocente que yo!

Leticia hace una pausa para renovar el aliento y acomodarse el camisón, que se aglomera entre su cuerpo y el sillón. Plutarco observa entonces, con la mayor discreción posible, que la tela cubre todo el cuerpo de Leticia, salvo las manos y los pies, las muñecas y los tobillos, pero se ajusta sutilmente a las caderas como una segunda piel.

–Ahora que tú, con la arrogancia que te caracteriza, tan sano y tan fuerte como te crees, me dices eso de que los adictos al sexo necesitamos amor, pero buscamos sexo porque es más fácil de conseguir, me recuerdas a tu abuelo, revives sus abusos, sus actitudes taimadas. Yo tenía tres décadas resolviendo el conflicto que me provoca la frase «hacer el amor» y, de pronto, sales de la cárcel hablando como si conocieras a la gente mejor que yo y supieras de la vida más que yo… Tenía que decírtelo, para quitarme el sabor que me dejó tu sermón y tu diagnóstico, tus ínfulas de sabio, y porque me preocupa que hayas heredado algo de tu abuelo. ¡Espero que no, Plutarco! Si no eres igual de soberbio que tu padre, revisa tu personalidad…

Él se toca el rostro con distintas posiciones de la mano y frunce el ceño. Ella se pone de pie.

–Buenas noches –le dice, caminando hacia su recámara.

–Buenas noches –responde él, pensativo y todavía sentado en el sillón, donde permanecerá unos cinco minutos más.

–Otra cosa –dice ella, sorprendiéndolo al volver sobre sus pasos en silencio–. Aunque tratas de no hacer ruido, todas las noches escucho que cierras tu puerta por dentro, como si me tuvieras miedo. No te pido que dejes la puerta abierta, pero tampoco puedo evitar que me ofenda tu desconfianza. Yo seré muy adicta al sexo, pero tú eres mi huésped, no mi rehén. Ahora sí, que descanses.

–Tú también –responde Plutarco y deja caer su espalda en el respaldo.

En la calle, un rumor de sirenas y ladridos ha poblado la noche y se aleja por Calzada de Tlalpan hacia el norte. Hay luna llena y el insomnio de los gatos rasga la soledad del asfalto… bajo la llovizna.


Mariana

Françoise Nielly

Françoise Nielly

Segunda de tres a cuatro caídas

Soy el otoño y te debo, Mariana,
tu primavera encendida.

Alberto Cortez

«Comuna de Anáhuac», dice aquel pedazo de papel con la dirección de Mariana. Sólo me falta un buen pretexto para caerle, quizá la complicidad de León Albino para llevar las fotos que le tomó. Pero el siguiente sábado, él parece olvidar el asunto y, cuando insinúo el plan que se me ocurre, se burla con bromas abstrusas…

Pasan semanas, quizá meses, y un día, de nuevo en el crepúsculo, como cuando me impactó la perfección anatómica de una muchacha marginal, viajo en microbús al departamento que tuve durante una década; siempre fue penoso el regreso y el de aquel día es especialmente horrible por la densidad humana de pesadilla dantesca. Sentado en dirección vertical a la de nuestro avance, o sea, de cara a la gente que viaja de pie, unas piernas desnudas, carnosas, morenas y muy jóvenes se acercan a mi boca nada más lo suficiente para besarlas y morderlas; al darse una mínima distancia, las identifico (un fisonomista es al rostro humano lo que yo he sido siempre a las piernas femeninas, sobre todo cuando son hermosas y apetecibles); miro hacia arriba y confirmo la sospecha: es Mariana, que está pasando un mal rato en incitante combinación de minifalda y ombliguera sin mangas con los colores del mamey, una prenda como el interior, que también es el color de la zanahoria, y la otra como la cáscara, que también es el color de su piel.

–Oye –le digo, tocándola con cuidado, y ella reacciona, mirándome a la defensiva–. ¿Quieres sentarte?

Ante su titubeo me pongo de pie con gran dificultad para ceder mi asiento.

–Gracias –dice, una vez posicionada–. Ya no sabía qué hacer con ese pinche barbaján que no deja de tocarme desde que subí. Ojalá que alguien le rompa la madre, a ver si le quedan ganas de seguir chingando.

Su desahogo insinúa que sea yo quien le rompa la madre y, cuando trato de ubicar al acosador, ella eleva la voz:

–¡Eso, pinche puto, ahora huye, no te vayan a dar la madriza que mereces! ¡Hijo de la chingada, cobarde!

Creo reconocer a un pelafustán muy joven y casi de mi tamaño, ligeramente más grande, abriéndose paso entre la gente a codazos y empellones. Algunos pasajeros se quejan, otros lo insultan, hasta que el interfecto llega a la puerta de atrás y sonríe con esa expresión de oligofrenia que exhibe los dientes y la lengua en silencio, salvo por el resuello.

–¿De qué te ríes, pendejo? –grita ella con una furia que la desborda sin hallar cause, a punto de la frustración. Contagiado por su enojo, miro al acosador y me invade un impulso de aplastar esa cara sonriente o por lo menos dejarla sin dientes; la vibra de odio es tal que el oligofrénico opta por bajar del microbús.

–Ya se bajó –comento.

–¡Ojalá lo maten! –dice ella– Y creo que eran dos; por ahí debe andar el otro, escondiéndose. ¡A veces me dan ganas de ser hombre para romperles las pinches jetas!

Sentada, sus piernas se ensanchan y su minifalda se acorta, dejando a la vista un triángulo rojo, también mínimo, entre sombras. Desde mi posición, es visible también su busto pequeño pero llamativo, novísimo y perfecto, que escapa seguramente a los cálculos de perspectiva y regala una sensación de trato con la generosidad. Ella levanta la mirada y, aunque intento ser discreto, me sorprende en ese lascivo escrutinio; se mira el pecho y las piernas, estirajando en vano la ropa, demasiado breve para vestir así dentro de un microbús chilango en horas punta.

–Lo bueno es que, a veces, hay caballeros, uno que otro –dice, mirándome con un cándido atisbo de vulnerabilidad. Cuando sus ojos grandes y negros miran hacia arriba parecen crecer, y también escaparían a cálculos de perspectiva si los hubiera.

–¿Eres Mariana? –le pregunto, y ella pasa de un desconcierto al que sigue.

–Sí… ¿por qué?

–Coincidimos en el Encuentro Nacional de Teatro Callejero.

–¡Ah, claro! ¡Eres el fotógrafo! ¡Te di mi dirección y no me has llevado las fotos que prometiste!

–Yo no soy fotógrafo, le diste la dirección a un amigo mío.

–Ah, yo pensaba que debía reclamarles a los compañeros de casa. A veces no duermo allí, como ahora, que voy a casa de mi novio.

Eso último suena obviamente a mentira…

Ni ella ni yo tenemos teléfono aún, así que nos despedimos, dejando abierta la posibilidad de que yo la visite con o sin pretexto.

Françoise Nielly

Françoise Nielly

* * *

El proceso electoral de 1991 es tan intenso que no pienso en nada más y acabo casi en los huesos; me recupero durante los últimos cuatro meses del año y, al regreso de una semana en Cuba, escribo mi visión para varias revistas, antes de involucrarme en la defensa de Radio Rin y las protestas por su desintegración, y trabajar en la Campaña «500 Años de Resistencia»…

Me pongo autobiográfico para ubicar en el tiempo un domingo que soy público de los mimos en Coyoacán, cuando sale al ruedo Moieva con la Constitución Política de México en alto.

–¡Moisés Orozco Evaristo Leal! –digo a sus espaldas en deliberado desorden su nombre cuando sale del ruedo; engentado, sofocado y con demasiada adrenalina para su edad, voltea como dispuesto a batirse con un tigre.

–¡Mi joven profeta! –exclama– ¡Cuántos años sin verte! ¡No tenías bigote cuando te dejé al mando!

–¿Al mando de qué?

–¡De la Revolución socialista, cabrón! ¿De qué más podía ser?

Me abraza y me lleva casi a la fuerza, o sin el casi, al puesto que atiende con Zenaida, su compañera (más joven que yo y cerca de 40 años menor que él), a un costado de la Plaza de los Coyotes en el bazar de los fines de semana. El viejo mitómano y ególatra se desvive presentándome con elogios fuera de toda proporción:

–Este muchacho fundó una revista de análisis marxista y lo hizo él solo, a partir de una visión profética; él previó todo lo que está ocurriendo ahora.

Me defiendo como puedo, tanto de esa como de otras acusaciones por el estilo, cuando se apersona Mariana con una sonrisa que la embellece hasta un punto superlativo de un modo indescriptible. Lleva pantalón largo y suéter, lo que me permite apreciar por primera vez su belleza facial con un aire de madurez que la hace, por decirlo así, más mujer y menos objeto sexual. Entiendo entonces que sus facciones son comparables con las de Brigitte Bardot en el sentido específico de que me gusta su cuerpo, y lo demás, si no es feo, es ganancia. Ahora su rostro moreno, redondo y alegre, me gusta como extensión de la simpatía que despierta el conjunto de su personalidad.

–¡Marianita! –exclama el excéntrico personaje de origen guatemalteco que fue guerrillero en la juventud y ahora es un viejo verde– ¡Quiero presentarte a alguien que, así como lo ves, con estos zapatos de muerto de hambre, está cambiando al mundo!

Y me abraza una vez más.

–Ya nos conocemos –dice ella–: es periodista.

–No me sorprende –miente Moi–, lo raro sería que no se conocieran. Siéntense aquí para que platiquen –y quita las cosas que ocupan una banca de la plaza en el espacio que a su vez ocupa ese puesto de artesanías guatemaltecas y ediciones artesanales de poesía personal. Mariana y yo tomamos asiento con timidez, y él se exaspera, toma mi mano y la acomoda en el hombro de ella, rodeando su espalda con mi brazo. Ambos sonreímos, Moi atiende a unos clientes, y yo pregunto:

–¿Cómo ves al Moieva?

–Me cae muy bien porque está loco y ya casi nadie se atreve a la locura. ¿Te imaginas cómo sería el mundo sin locura?

–Nos volveríamos locos con tanta sobriedad.

Mi broma no logra cambiar el tono de solemnidad con que Mariana habla paradójicamente de los locos.

–El mundo está muriendo, pero tal vez ellos puedan salvarlo.

Administro mis preguntas, entreverándolas con nuestra plática: ¿Vienes todos los domingos? ¿De compras? ¿A visitar a Moieva? Y ella me informa que, entre la pandilla de artesanos, tiene una amiga bruja, que vende piedras y objetos mágicos. Luego de invitarle un café jarocho y platicar como almas afines que se descubren, conoceré a su amiga, que es puro folclor, entre personajes más o menos detestables. Moieva es abstemio de alcohol y cigarro, no digamos de marihuana y drogas más fuertes, pero el lado oscuro de las amistades coyoacaneras de Mariana consume de todo. La bruja suele dar dinero a su joven amiga y mandarla por una botella de tequila, que beben en la clandestinidad. Y Mariana tiene una tendencia, quizá dipsómana, a quedar insatisfecha cuando cae la noche y todos recogen sus chivas.

En nuestro primer encuentro allí, acordamos vernos el fin de semana siguiente y, sin acordarlo, coincidimos después y la llevo en coche a Taxqueña. En otra ocasión, quizá la cuarta vez, el tequila de la bruja no basta, y Mariana se queda con ganas de pelea. La bruja la regaña por su insaciabilidad, la sermonea, y Mariana la manda olímpicamente al carajo; con una rebeldía propia de su edad y su estrato social, me dice de las “ventanitas” que conoce en Coyoacán; yo asumo complicidad en una búsqueda infructuosa rumbo a Miguel Ángel de Quevedo (hacia Río Churubusco no hay pierde, pero todavía no lo sabemos) y terminamos en la tienda que abre 24 horas al día en Taxqueña. Ella propone beber en el carro y yo que vayamos a mi departamento y se quede a dormir.

–Con una condición –dice.

–¿Qué condición?

–Que me respetes.

–De acuerdo.

Ella llena mi vaso tequilero, se tumba en el único sillón, sube una pierna al respaldo lateral y bebe a pico de botella con tal compulsión que deja húmedos sus labios y su mentón. Entre un trago y otro, llena mi baso una y otra vez, y entre nosotros nace una extraña intimidad con rapidez asombrosa: ella no quiere que le hable de mí; hace como si me conociera lo necesario y prefiere abrirse conmigo, desnudarse sin que yo me quite la ropa, metafóricamente hablando…

–¿Te puedo contar una historia? –me pregunta, interrumpiendo algo que yo respondía sobre la relación entre mi activismo y mi trabajo profesional.

–¡Viene de ahí!

–Soy huérfana… Cuando tenía nueve años, era amiga de unos niños que vivían en una cloaca. Eran como quince y, a veces, les caían otros chavitos para dormir ahí abajo. Llegaban a ser más de veinte. Bien pinche culero porque había un chingo de ratas y las que tenían rabia los mordían. Cuando un niño se enfermaba, no podía salir y, si lo dejaban solo, se lo comían las ratas…

Mariana hace una pausa y libera un llanto que requería del tequila y un interlocutor de confianza para romper el dique de contención; llena mi baso, bebe de la botella y, con los labios empapados, continúa:

–Un chamaquito murió de rabia y luego hubo epidemia, disentería y otras enfermedades que transmite la suciedad cuando hay desnutrición. Para que no se los comieran las ratas, sacamos a los enfermos, pero ya nunca volvimos a verlos; los llevamos al IMSS, pero no nos dejaron entrar, se quedaron con ellos y, cuando regresamos a preguntar, nadie sabía nada y ya, así de fácil…

Mariana bebe, deja de llorar, se seca los ojos y las mejillas, no así los labios y el mentón, llena mi baso, yo reprimo un impulso de abrazarla y ella empieza el siguiente capítulo con entereza:

–En el terremoto del 85, uno de los edificios que se derrumbaron cayó en la banqueta y el pavimento, encima de las cloacas donde vivía toda la banda. Unos niños murieron aplastados y otros murieron esperando a que los rescataran, gritando auxilio, sáquennos de aquí, estamos aquí abajo, no podemos respirar, y no sé cuántos días resistieron los demás, hasta que Dios tal vez se compadeció y mandó la réplica del terremoto para remover los escombros. La gente levantó el edificio que había caído sobre la calle y, aunque la réplica mató más niños, fue gracias a ella que los sobrevivientes volvieron a respirar debajo de la banqueta y el pavimento, y la gente los oyó. Fue como un milagro, y sacaron a unos cuantos que seguían vivos, les dieron atención médica, y algunos medios hicieron mucho ruido, sobre todo la televisión: ¡Que los héroes salvaron a unos niños, días después del terremoto, que los pobres vivían en una cloaca y los atacaban las ratas, a veces también la policía con sus pinches razias, sacaban a todos, pero unos echaban a correr y se encontraban de nuevo ahí abajo! Y unos pederastas que no quiero recordar, bien pinches depravados, ojalá pudiera olvidarlos…

Mariana bebe y apresura la continuación de su historia para evitar que yo pregunte…

–Una asociación presionó al gobierno para formar un fideicomiso, se organizó La Comuna con participación de la sociedad civil y le dieron un edificio viejo, que remodelaron y acondicionaron para que los niños tuvieran donde vivir y actividades recreativas y productivas y atención de todo tipo, con “trabajadores sociales”, sicólogos y todo. Ya. Fin de la historia.

–Y todavía son tus amigos… El edificio de La Comuna es la dirección que les diste a los fotógrafos cuando terminó el Encuentro Nacional de Teatro Callejero.

–Sip.

–Y estás en La Comuna por ser huérfana, junto con los niños que sobrevivieron al terremoto y otros.

–Sip.

–¿Y no tienes familiares? ¿Quién te cuidó hasta los nueve años?

–Ellos siempre me han cuidado.

–¿Quiénes?

–Los Hijos de la Calle.

Silencio. Me invaden muchas dudas como un caos, mientras Mariana parece preguntarse por qué y para qué me contó esa historia… Creo que hay algo más, pero la borrachera está en el tránsito de la desinhibición al cansancio.

–¿Vamos a dormir en la misma cama? –pregunta, arrastrando las palabras.

–Sip.

–El problema es que estoy menstruando. ¿Tienes toallas sanitarias?

–¡Claro que no! ¿Por que habría de tener? ¡Ni que fuera farmacia! Voy a darte una piyama para que no manches la cama.

Ella se cambia en el baño y me ve acostar en calzones.

–¿Tú no te pones piyama?

–Nop.

–A ver si no ocurre un incidente.

Apago la lámpara del buró y ella tiene poco a poco un ataque de risa.

–¿Qué? –pregunta– ¿Nos vamos a dedicar a reír toda la noche?

–Nos vamos a dedicar a dormir el resto de la noche –respondo con la madurez que supone ser una década mayor.

A la mañana siguiente, platicamos alrededor de una hora bajo las cobijas. Ella tose o estornuda y se tapa la boca con las sábanas, una y otra vez. La plática empieza con el “pinche inútil-huevón” que era su novio y al que acaba de mandar al carajo por enésima vez. Ella quiere irse con Los Hijos de la Calle a vivir y hacer teatro en Acapulco, luego de una gira por todo Guerrero, pero nadie se anima. Con una conciencia social que me parece precoz, Mariana concibe el teatro como un medio informativo y un vehículo de politización, accesible para la gente que no ha tenido oportunidades de estudio y quizá ni siquiera sepa leer y escribir, algo equivalente a la caricatura en el porfiriato. Por lo pronto, su proyecto más inmediato es peinar trencitas en el puesto de la bruja los domingos y cobrar diez pesos por cada una.

La invito a desayunar barbacoa en el tianguis (todavía tenía esa pésima costumbre) y ella me pide permiso de bañarse. En mi turno, escucho desde la tasa del baño que abre y cierra la vitrina, procurando no hacer ruido, y pienso que, si quiere robar, equivocó el lugar. Durante el desayuno, la plática gira en torno a ser mujer; le digo, ante la gente que nos escucha, cuáles son las cosas que no me gustarían de ser mujer. En el departamento hay cerveza, que bebemos por error, pues cae la tarde y ella no quiere irse; trata de convencerme de que la acompañe y le informo de todo el trabajo que tengo por hacer. Ya en la horrible Avenida Tláhuac esperamos media hora a que pase el trolebús y cuando finalmente pasa, ella no sube y deja que se vaya; espera que yo la invite a quedarse, pero mi trabajo es urgente… Su partida será un alivio para mí; una hora en Avenida Tláhuac es un suplicio, pero tratándose de ella no hay rencor. Cuando vemos acercarse otro trolebús media hora más tarde, me jala del brazo para despedirse con un beso y, luego del beso, dice:

–Te dejé algo dentro del jarrón.

De regreso, lo vacío sobre la mesa del comedor: cae un papel y, escrito con caligrafía bastante clara y precisa para alguien que probablemente no terminó la primaria, un texto dice:

“Gracias por escucharme y ser un caballero. En toda mi vida, eres el primer hombre que me respeta. Fue un placer dormir contigo. Desde ahora cuenta con toda mi confianza y mi amistad”.

(Continuará…)

Fletcher Andersen

Fletcher Andersen


«Mi fantasmita»

Era una muñeca oriental de piel pálida como la porcelana china y kimono gris oscuro como el invierno francés, que parecía hipnotizada en su escaparate por la lluvia de otoño cuando se asomaba desde la calle de laja y el desamparo de la intemperie una hermosa niña de aire solitario y melancólico a los seis años de edad, con trémula fragilidad y una mirada anhelante, mientras su padre, contorsionista normando, curtido por la guerra y el circo, desmontaba la carpa trashumante y subía los tiliches, cachivaches y cacharros a la carreta.

Vencida por el tedio, cansancio infantil del trabajo diario sin estímulo ni premio, la niña que había nacido al pie de un farol apagado en la penumbra de Belleville, París, suspiraba por la muñeca inalcanzable a menos de un metro de sus manos, a través del vidrio, y el juguete descansaba con la inocencia que algunos muñecos de aspecto humano imitan, no de sus creadores o fabricantes, sino de sus destinatarios, y el sutil esbozo de la sonrisa oriental proyectaba una cálida y bondadosa luz.

La niña, en cambio, nunca sonreía y, entre las carencias y penurias de su miserable cotidianidad, la felicidad era tan distante y estaba tan ausente que tampoco había llanto externo en sus ojos, no existía nostalgia y, si no conocía nada semejante a la felicidad ni estaba enterada siquiera de su existencia, tampoco tenía conciencia de su propia tristeza, que se había hecho costumbre, noción de normalidad, así que se iba cada tarde, bajo la lluvia de invierno, con resignación a la renuncia, de la tienda en donde moraba la muñeca otoñal, que lloraba entonces por ella con las lágrimas que le faltaban…

Pasó el tiempo y nunca escampó en esa calle de laja, ni la niña creció, se quedó gorrión, cantando como tal hacia el último de sus días, que no, no me arrepiento de nada, ni del bien ni del mal, todo eso me da igual, y ese último día, delirando por la pérdida prematura de la memoria, confundió un deseo no cumplido con el falso recuerdo que la consolaba: la entrada sonriente de su padre a la taberna con un regalo bajo el abrigo: la muñeca otoñal, cuyo sutil esbozo de sonrisa tendría un efecto de contagio-reflejo en el rostro de la niña por primera vez en 47 años. «¡Mi fantasmita!» -exclamó decrépita en su lecho de agonía Edith Piaf y fue su último suspiro.

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