Françoise Nielly
Segunda de tres a cuatro caídas
Soy el otoño y te debo, Mariana,
tu primavera encendida.
Alberto Cortez
«Comuna de Anáhuac», dice aquel pedazo de papel con la dirección de Mariana. Sólo me falta un buen pretexto para caerle, quizá la complicidad de León Albino para llevar las fotos que le tomó. Pero el siguiente sábado, él parece olvidar el asunto y, cuando insinúo el plan que se me ocurre, se burla con bromas abstrusas…
Pasan semanas, quizá meses, y un día, de nuevo en el crepúsculo, como cuando me impactó la perfección anatómica de una muchacha marginal, viajo en microbús al departamento que tuve durante una década; siempre fue penoso el regreso y el de aquel día es especialmente horrible por la densidad humana de pesadilla dantesca. Sentado en dirección vertical a la de nuestro avance, o sea, de cara a la gente que viaja de pie, unas piernas desnudas, carnosas, morenas y muy jóvenes se acercan a mi boca nada más lo suficiente para besarlas y morderlas; al darse una mínima distancia, las identifico (un fisonomista es al rostro humano lo que yo he sido siempre a las piernas femeninas, sobre todo cuando son hermosas y apetecibles); miro hacia arriba y confirmo la sospecha: es Mariana, que está pasando un mal rato en incitante combinación de minifalda y ombliguera sin mangas con los colores del mamey, una prenda como el interior, que también es el color de la zanahoria, y la otra como la cáscara, que también es el color de su piel.
–Oye –le digo, tocándola con cuidado, y ella reacciona, mirándome a la defensiva–. ¿Quieres sentarte?
Ante su titubeo me pongo de pie con gran dificultad para ceder mi asiento.
–Gracias –dice, una vez posicionada–. Ya no sabía qué hacer con ese pinche barbaján que no deja de tocarme desde que subí. Ojalá que alguien le rompa la madre, a ver si le quedan ganas de seguir chingando.
Su desahogo insinúa que sea yo quien le rompa la madre y, cuando trato de ubicar al acosador, ella eleva la voz:
–¡Eso, pinche puto, ahora huye, no te vayan a dar la madriza que mereces! ¡Hijo de la chingada, cobarde!
Creo reconocer a un pelafustán muy joven y casi de mi tamaño, ligeramente más grande, abriéndose paso entre la gente a codazos y empellones. Algunos pasajeros se quejan, otros lo insultan, hasta que el interfecto llega a la puerta de atrás y sonríe con esa expresión de oligofrenia que exhibe los dientes y la lengua en silencio, salvo por el resuello.
–¿De qué te ríes, pendejo? –grita ella con una furia que la desborda sin hallar cause, a punto de la frustración. Contagiado por su enojo, miro al acosador y me invade un impulso de aplastar esa cara sonriente o por lo menos dejarla sin dientes; la vibra de odio es tal que el oligofrénico opta por bajar del microbús.
–Ya se bajó –comento.
–¡Ojalá lo maten! –dice ella– Y creo que eran dos; por ahí debe andar el otro, escondiéndose. ¡A veces me dan ganas de ser hombre para romperles las pinches jetas!
Sentada, sus piernas se ensanchan y su minifalda se acorta, dejando a la vista un triángulo rojo, también mínimo, entre sombras. Desde mi posición, es visible también su busto pequeño pero llamativo, novísimo y perfecto, que escapa seguramente a los cálculos de perspectiva y regala una sensación de trato con la generosidad. Ella levanta la mirada y, aunque intento ser discreto, me sorprende en ese lascivo escrutinio; se mira el pecho y las piernas, estirajando en vano la ropa, demasiado breve para vestir así dentro de un microbús chilango en horas punta.
–Lo bueno es que, a veces, hay caballeros, uno que otro –dice, mirándome con un cándido atisbo de vulnerabilidad. Cuando sus ojos grandes y negros miran hacia arriba parecen crecer, y también escaparían a cálculos de perspectiva si los hubiera.
–¿Eres Mariana? –le pregunto, y ella pasa de un desconcierto al que sigue.
–Sí… ¿por qué?
–Coincidimos en el Encuentro Nacional de Teatro Callejero.
–¡Ah, claro! ¡Eres el fotógrafo! ¡Te di mi dirección y no me has llevado las fotos que prometiste!
–Yo no soy fotógrafo, le diste la dirección a un amigo mío.
–Ah, yo pensaba que debía reclamarles a los compañeros de casa. A veces no duermo allí, como ahora, que voy a casa de mi novio.
Eso último suena obviamente a mentira…
Ni ella ni yo tenemos teléfono aún, así que nos despedimos, dejando abierta la posibilidad de que yo la visite con o sin pretexto.
Françoise Nielly
* * *
El proceso electoral de 1991 es tan intenso que no pienso en nada más y acabo casi en los huesos; me recupero durante los últimos cuatro meses del año y, al regreso de una semana en Cuba, escribo mi visión para varias revistas, antes de involucrarme en la defensa de Radio Rin y las protestas por su desintegración, y trabajar en la Campaña «500 Años de Resistencia»…
Me pongo autobiográfico para ubicar en el tiempo un domingo que soy público de los mimos en Coyoacán, cuando sale al ruedo Moieva con la Constitución Política de México en alto.
–¡Moisés Orozco Evaristo Leal! –digo a sus espaldas en deliberado desorden su nombre cuando sale del ruedo; engentado, sofocado y con demasiada adrenalina para su edad, voltea como dispuesto a batirse con un tigre.
–¡Mi joven profeta! –exclama– ¡Cuántos años sin verte! ¡No tenías bigote cuando te dejé al mando!
–¿Al mando de qué?
–¡De la Revolución socialista, cabrón! ¿De qué más podía ser?
Me abraza y me lleva casi a la fuerza, o sin el casi, al puesto que atiende con Zenaida, su compañera (más joven que yo y cerca de 40 años menor que él), a un costado de la Plaza de los Coyotes en el bazar de los fines de semana. El viejo mitómano y ególatra se desvive presentándome con elogios fuera de toda proporción:
–Este muchacho fundó una revista de análisis marxista y lo hizo él solo, a partir de una visión profética; él previó todo lo que está ocurriendo ahora.
Me defiendo como puedo, tanto de esa como de otras acusaciones por el estilo, cuando se apersona Mariana con una sonrisa que la embellece hasta un punto superlativo de un modo indescriptible. Lleva pantalón largo y suéter, lo que me permite apreciar por primera vez su belleza facial con un aire de madurez que la hace, por decirlo así, más mujer y menos objeto sexual. Entiendo entonces que sus facciones son comparables con las de Brigitte Bardot en el sentido específico de que me gusta su cuerpo, y lo demás, si no es feo, es ganancia. Ahora su rostro moreno, redondo y alegre, me gusta como extensión de la simpatía que despierta el conjunto de su personalidad.
–¡Marianita! –exclama el excéntrico personaje de origen guatemalteco que fue guerrillero en la juventud y ahora es un viejo verde– ¡Quiero presentarte a alguien que, así como lo ves, con estos zapatos de muerto de hambre, está cambiando al mundo!
Y me abraza una vez más.
–Ya nos conocemos –dice ella–: es periodista.
–No me sorprende –miente Moi–, lo raro sería que no se conocieran. Siéntense aquí para que platiquen –y quita las cosas que ocupan una banca de la plaza en el espacio que a su vez ocupa ese puesto de artesanías guatemaltecas y ediciones artesanales de poesía personal. Mariana y yo tomamos asiento con timidez, y él se exaspera, toma mi mano y la acomoda en el hombro de ella, rodeando su espalda con mi brazo. Ambos sonreímos, Moi atiende a unos clientes, y yo pregunto:
–¿Cómo ves al Moieva?
–Me cae muy bien porque está loco y ya casi nadie se atreve a la locura. ¿Te imaginas cómo sería el mundo sin locura?
–Nos volveríamos locos con tanta sobriedad.
Mi broma no logra cambiar el tono de solemnidad con que Mariana habla paradójicamente de los locos.
–El mundo está muriendo, pero tal vez ellos puedan salvarlo.
Administro mis preguntas, entreverándolas con nuestra plática: ¿Vienes todos los domingos? ¿De compras? ¿A visitar a Moieva? Y ella me informa que, entre la pandilla de artesanos, tiene una amiga bruja, que vende piedras y objetos mágicos. Luego de invitarle un café jarocho y platicar como almas afines que se descubren, conoceré a su amiga, que es puro folclor, entre personajes más o menos detestables. Moieva es abstemio de alcohol y cigarro, no digamos de marihuana y drogas más fuertes, pero el lado oscuro de las amistades coyoacaneras de Mariana consume de todo. La bruja suele dar dinero a su joven amiga y mandarla por una botella de tequila, que beben en la clandestinidad. Y Mariana tiene una tendencia, quizá dipsómana, a quedar insatisfecha cuando cae la noche y todos recogen sus chivas.
En nuestro primer encuentro allí, acordamos vernos el fin de semana siguiente y, sin acordarlo, coincidimos después y la llevo en coche a Taxqueña. En otra ocasión, quizá la cuarta vez, el tequila de la bruja no basta, y Mariana se queda con ganas de pelea. La bruja la regaña por su insaciabilidad, la sermonea, y Mariana la manda olímpicamente al carajo; con una rebeldía propia de su edad y su estrato social, me dice de las “ventanitas” que conoce en Coyoacán; yo asumo complicidad en una búsqueda infructuosa rumbo a Miguel Ángel de Quevedo (hacia Río Churubusco no hay pierde, pero todavía no lo sabemos) y terminamos en la tienda que abre 24 horas al día en Taxqueña. Ella propone beber en el carro y yo que vayamos a mi departamento y se quede a dormir.
–Con una condición –dice.
–¿Qué condición?
–Que me respetes.
–De acuerdo.
Ella llena mi vaso tequilero, se tumba en el único sillón, sube una pierna al respaldo lateral y bebe a pico de botella con tal compulsión que deja húmedos sus labios y su mentón. Entre un trago y otro, llena mi baso una y otra vez, y entre nosotros nace una extraña intimidad con rapidez asombrosa: ella no quiere que le hable de mí; hace como si me conociera lo necesario y prefiere abrirse conmigo, desnudarse sin que yo me quite la ropa, metafóricamente hablando…
–¿Te puedo contar una historia? –me pregunta, interrumpiendo algo que yo respondía sobre la relación entre mi activismo y mi trabajo profesional.
–¡Viene de ahí!
–Soy huérfana… Cuando tenía nueve años, era amiga de unos niños que vivían en una cloaca. Eran como quince y, a veces, les caían otros chavitos para dormir ahí abajo. Llegaban a ser más de veinte. Bien pinche culero porque había un chingo de ratas y las que tenían rabia los mordían. Cuando un niño se enfermaba, no podía salir y, si lo dejaban solo, se lo comían las ratas…
Mariana hace una pausa y libera un llanto que requería del tequila y un interlocutor de confianza para romper el dique de contención; llena mi baso, bebe de la botella y, con los labios empapados, continúa:
–Un chamaquito murió de rabia y luego hubo epidemia, disentería y otras enfermedades que transmite la suciedad cuando hay desnutrición. Para que no se los comieran las ratas, sacamos a los enfermos, pero ya nunca volvimos a verlos; los llevamos al IMSS, pero no nos dejaron entrar, se quedaron con ellos y, cuando regresamos a preguntar, nadie sabía nada y ya, así de fácil…
Mariana bebe, deja de llorar, se seca los ojos y las mejillas, no así los labios y el mentón, llena mi baso, yo reprimo un impulso de abrazarla y ella empieza el siguiente capítulo con entereza:
–En el terremoto del 85, uno de los edificios que se derrumbaron cayó en la banqueta y el pavimento, encima de las cloacas donde vivía toda la banda. Unos niños murieron aplastados y otros murieron esperando a que los rescataran, gritando auxilio, sáquennos de aquí, estamos aquí abajo, no podemos respirar, y no sé cuántos días resistieron los demás, hasta que Dios tal vez se compadeció y mandó la réplica del terremoto para remover los escombros. La gente levantó el edificio que había caído sobre la calle y, aunque la réplica mató más niños, fue gracias a ella que los sobrevivientes volvieron a respirar debajo de la banqueta y el pavimento, y la gente los oyó. Fue como un milagro, y sacaron a unos cuantos que seguían vivos, les dieron atención médica, y algunos medios hicieron mucho ruido, sobre todo la televisión: ¡Que los héroes salvaron a unos niños, días después del terremoto, que los pobres vivían en una cloaca y los atacaban las ratas, a veces también la policía con sus pinches razias, sacaban a todos, pero unos echaban a correr y se encontraban de nuevo ahí abajo! Y unos pederastas que no quiero recordar, bien pinches depravados, ojalá pudiera olvidarlos…
Mariana bebe y apresura la continuación de su historia para evitar que yo pregunte…
–Una asociación presionó al gobierno para formar un fideicomiso, se organizó La Comuna con participación de la sociedad civil y le dieron un edificio viejo, que remodelaron y acondicionaron para que los niños tuvieran donde vivir y actividades recreativas y productivas y atención de todo tipo, con “trabajadores sociales”, sicólogos y todo. Ya. Fin de la historia.
–Y todavía son tus amigos… El edificio de La Comuna es la dirección que les diste a los fotógrafos cuando terminó el Encuentro Nacional de Teatro Callejero.
–Sip.
–Y estás en La Comuna por ser huérfana, junto con los niños que sobrevivieron al terremoto y otros.
–Sip.
–¿Y no tienes familiares? ¿Quién te cuidó hasta los nueve años?
–Ellos siempre me han cuidado.
–¿Quiénes?
–Los Hijos de la Calle.
Silencio. Me invaden muchas dudas como un caos, mientras Mariana parece preguntarse por qué y para qué me contó esa historia… Creo que hay algo más, pero la borrachera está en el tránsito de la desinhibición al cansancio.
–¿Vamos a dormir en la misma cama? –pregunta, arrastrando las palabras.
–Sip.
–El problema es que estoy menstruando. ¿Tienes toallas sanitarias?
–¡Claro que no! ¿Por que habría de tener? ¡Ni que fuera farmacia! Voy a darte una piyama para que no manches la cama.
Ella se cambia en el baño y me ve acostar en calzones.
–¿Tú no te pones piyama?
–Nop.
–A ver si no ocurre un incidente.
Apago la lámpara del buró y ella tiene poco a poco un ataque de risa.
–¿Qué? –pregunta– ¿Nos vamos a dedicar a reír toda la noche?
–Nos vamos a dedicar a dormir el resto de la noche –respondo con la madurez que supone ser una década mayor.
A la mañana siguiente, platicamos alrededor de una hora bajo las cobijas. Ella tose o estornuda y se tapa la boca con las sábanas, una y otra vez. La plática empieza con el “pinche inútil-huevón” que era su novio y al que acaba de mandar al carajo por enésima vez. Ella quiere irse con Los Hijos de la Calle a vivir y hacer teatro en Acapulco, luego de una gira por todo Guerrero, pero nadie se anima. Con una conciencia social que me parece precoz, Mariana concibe el teatro como un medio informativo y un vehículo de politización, accesible para la gente que no ha tenido oportunidades de estudio y quizá ni siquiera sepa leer y escribir, algo equivalente a la caricatura en el porfiriato. Por lo pronto, su proyecto más inmediato es peinar trencitas en el puesto de la bruja los domingos y cobrar diez pesos por cada una.
La invito a desayunar barbacoa en el tianguis (todavía tenía esa pésima costumbre) y ella me pide permiso de bañarse. En mi turno, escucho desde la tasa del baño que abre y cierra la vitrina, procurando no hacer ruido, y pienso que, si quiere robar, equivocó el lugar. Durante el desayuno, la plática gira en torno a ser mujer; le digo, ante la gente que nos escucha, cuáles son las cosas que no me gustarían de ser mujer. En el departamento hay cerveza, que bebemos por error, pues cae la tarde y ella no quiere irse; trata de convencerme de que la acompañe y le informo de todo el trabajo que tengo por hacer. Ya en la horrible Avenida Tláhuac esperamos media hora a que pase el trolebús y cuando finalmente pasa, ella no sube y deja que se vaya; espera que yo la invite a quedarse, pero mi trabajo es urgente… Su partida será un alivio para mí; una hora en Avenida Tláhuac es un suplicio, pero tratándose de ella no hay rencor. Cuando vemos acercarse otro trolebús media hora más tarde, me jala del brazo para despedirse con un beso y, luego del beso, dice:
–Te dejé algo dentro del jarrón.
De regreso, lo vacío sobre la mesa del comedor: cae un papel y, escrito con caligrafía bastante clara y precisa para alguien que probablemente no terminó la primaria, un texto dice:
“Gracias por escucharme y ser un caballero. En toda mi vida, eres el primer hombre que me respeta. Fue un placer dormir contigo. Desde ahora cuenta con toda mi confianza y mi amistad”.
(Continuará…)
Fletcher Andersen