Zapatistas en desacuerdo con la participación electoral
¿Por qué no estamos de acuerdo con la participación electoral?
En México, el sistema electoral sirve para legitimar el capitalismo en descomposición y ahora el más nefasto de sus escenarios, que es la violencia social, desde una miseria material que mata de hambre y enfermedades curables hasta una barbarie genocida que asesina impunemente a balazos, desaparece a la gente, la reprime, la tortura, la encarcela… mientras el causante hace de la función pública un negocio personal y entrega el patrimonio nacional al capital transnacional con el que se alía. La partidocracia y, sobre todo, la participación ciudadana en los procesos electorales que organiza el narco-Estado legitiman el desorden establecido que hace de México un país en llamas y una fosa común.
Nada indica que los comicios presidenciales de 2018 serán distintos a los del año pasado, cuando todos los partidos políticos con registro electoral, es decir, aprobados por el gobierno, se aliaron con el PRI en alguna entidad federativa o más de una (el PT, por ejemplo, se decía «socialista», pero hizo coalición con todos los demás partidos, incluida la derecha por antonomasia, en distintos lugares, y particularmente con el PRI en tres estados), mientras el Morena, que se dice inmaculado y moralmente puro, postuló como candidatos a los priistas que no alcanzaron hueso en su partido de origen (así fueran señalados algunos por sus conocidos vínculos con el crimen organizado, como en Oaxaca). Las candidaturas «independientes», por su parte, encumbraron a personajes con una larga trayectoria en las filas del PRI, ahora patrocinados por los sectores más reaccionarios de la iglesia y la derecha empresarial, como es el caso emblemático de «El Bronco». El PAN, gracias a sus dos sexenios presidenciales de fracaso público, éxito privado y desastre humanitario, pasó de alternante con el PRI a subalterno que, a falta de consenso, también requiere de alianzas coyunturales. De modo que votar por cualquiera de las opciones ofertadas fue votar por el PRI, o sea, por la continuación del atraso y la opresión.
No existe confrontación alguna de ideologías en este grotesco banquete de la degradación política, sino promiscuidad entre similares. No existe izquierda política en México desde hace casi tres décadas, cuando renunció al proyecto socialista para ser competitiva en el terreno electoral, subordinándose a la socialdemocracia escindida del PRI, partido y Estado que gestaba entonces lo que hoy conocemos como neoliberalismo. La opción por el suicidio ideológico ha redituado pírricas ganancias particulares a cambio de trágicas pérdidas sociales. El paradigma de la traición en este sentido es el PRD, cuya historia repite, con variaciones tragicómicas, su escisión, el Morena: ambos son engendros del PRI.
Como consecuencia lógica, en tiempos electorales, ni los partidos políticos ni los candidatos «independientes» compiten entre ellos, sino con el abstencionismo, el voto nulo y el boicot electoral, o sea, las tres opciones coyunturales del pueblo crítico y disidente, que alcanzó un probable 70 por ciento del padrón potencial en estos días, con una mitad pensante y actuante, y otra mitad apática, indolente y nula. En previsión de un rechazo mayoritario, inclusive generalizado, el 97 por ciento del electorado potencial es prescindible por la ley electoral, pues basta con que vote un tres por ciento para validar el proceso, aberración que se completa con su costo material.
Aun tratándose de una simulación sin oponentes ni competencia por algo más que un pedazo de pastel para cada quién, el proceso electoral del año pasado fue el más caro de la historia: costó más de 35 mil millones de pesos, sin contar lo que haya invertido clandestinamente el crimen organizado en sus títeres y gallos, dinero que se embolsó más que nadie, como siempre, la televisión privada, poder fáctico al que debemos atribuir la factura de su actual mandatario en el Ejecutivo federal (el sistema electoral privatiza el dinero público). El costo de las elecciones presidenciales en 2018 será de unos 50 mil millones de pesos, según los mismos cálculos [1]. Más que onerosas y ominosas, estas cifras resultan por demás insultantes y ofensivas en un país con índices de pobreza y desempleo que repuntan en la misma medida que la delincuencia y la inseguridad pública, índices que las pautas neoliberales y su economía de guerra elevan día con día, año con año. Ahora imaginen ustedes lo que sería posible hacer con el dinero que nos cuesta un proceso cuyas principales características son:
1) el dispendio: proporcionalmente, las elecciones mexicanas son más caras que las de cualquier país de primer mundo;
2) la inequidad: la descarada ilegalidad del PVEM, por ejemplo, se debe al papel del INE como garante de su impunidad;
3) la contaminación ambiental: más de 50 mil toneladas de basura electoral en 2000, que podrían llegar a cien mil en 2018 y que, en cada ocasión, causan un daño irreversible y acumulativo al miedo ambiente, además de la contaminación visual y auditiva;
4) la miseria programática: ningún programa de gobierno se hace con promesas de campaña que además nadie cumple y muchos menos con «guerra sucia»;
5) la corrupción: aquí no existen principios éticos, sólo fines de lucro y, cuando hay más dinero que talento y honestidad, es el único fin.
¡Todo eso en abundancia criminal!
En un país democrático bastaría con un 50 o 51 por ciento de abstención o voto nulo para invalidar una elección, pero hacer prescindible al 97 por ciento del electorado potencial -hay que insistir en esta aberración- también es inequidad y asimetría, pues el costo material de todo el sistema electoral es inversamente proporcional a la cantidad de personas beneficiadas, esquema que aplica el sistema social en su conjunto cuando reproduce la desigualdad económica y la injusticia social, entre otros lastres.
La complicidad entre los partidos políticos y las instancias teóricamente arbitrales ha existido siempre, desde la llamada reforma política: uno de los precedentes más indignantes del vergonzoso politiqueo del año pasado es la contratación de la empresa Hildebrando, a la postre artífice tecnológico del fraude electoral de 2006, una contratación aprobada nada más por… ¡todos los partidos concurrentes en el IFE, sin excepción! Cuando ni siquiera su propio sistema de legitimación puede sostener lo insostenible, la dictadura del capital recurre a fraudes electorales como los de 1988, 2006 y 2012, que técnicamente son golpes de Estado y cuentan con el aval inmediato del Congreso de la Unión.
Nadie con un ápice de dignidad se revuelca en semejante fango y mucho menos en un contexto de miseria, barbarie y saqueo-despojo, mientras los parásitos nos restriegan en la cara sus lujos. Participar en este cúmulo de aberraciones es avalarlo, ser cómplice de un sistema que, para legitimar el capitalismo, cancela toda posibilidad de democracia, así sea formal, «burguesa», indirecta, representativa, inclusive electoral, por no hablar de una democracia directa y real, que no se detenga en las puertas de la fábrica ni en los linderos de la parcela. Participar en esta democracia simulada, que también simula un país justo y en paz, donde priva el «estado de derecho», es dar la espalda a una realidad que urge cambiar y que no cambiará con la inclusión de un nuevo actor por más diferente que sea: si acaso cambia algo será ese nuevo actor.
Para ser competitivo en un sistema concebido por el PRI con las reglas del PRI para la perpetuación del PRI, hay que ser como el PRI, parecerse todo lo posible. Por eso allí nadie plantea cambios radicales o sustanciales al sistema social, a menos que no sea más que demagogia y verborrea. Por eso ha sido el PAN el único alternante a nivel federal, porque no tiene diferencias de fondo con el PRI, que surgió de la traición a los ideales de la Revolución Mexicana, mientras el PAN lo hizo como reacción a las reformas cardenistas. Todos los partidos políticos con registro electoral, o sea, con el visto bueno del gobierno, así como los candidatos «independientes», tienen en común que aceptan las reglas del PRI, que los sujeta y somete. La identificación entre los participantes en elecciones organizadas por los mismos que destruyen al país, es mil veces más grande y más importante que sus matices. Escoger alguna de las opciones del abanico electoral es como elegir entre Coca Cola y Pepsi cuando uno requiere de agua potable, o entre Marlboro y Viceroy cuando uno requiere de aire puro.
El nivel de barbarie, desigualdad y corrupción al que llegó México hace urgente acabar con el origen de los males, que es el capitalismo. La inclusión de los pueblos indígenas al sistema electoral, uno de los aspectos más putrefactos del sistema social, lo fortalece; equivale a meter más gente inocente y pobre a la cárcel para denunciar desde allí las injusticias del llamado «sistema de justicia» y su aparato judicial.
La propuesta del EZLN al CNI de participar en las elecciones presidenciales de 2018 con la candidatura independiente de una mujer indígena como representación de un concejo autónomo de gobierno, y con la contradictoria premisa de contender por la presidencia de la República sin aspirar al poder, o sea, para que no llegue, nos parece una patraña, un retroceso en la construcción de las autonomías, el autogobierno y sus vías de autogestión; nos parece un suicidio ideológico, una claudicación y, en suma, una traición a los principios éticos y el espíritu primigenio del zapatismo histórico, el de la Comuna de Morelos, el de Chiapas y sus municipios autónomos, sus caracoles y sus Juntas de Buen Gobierno, el de México y el mundo…
La inutilidad de la lucha electoral, que llevó al EZLN a levantarse en armas haca casi 23 años, no ha cambiado nada ni cambiará con nuestra complicidad, por más que la buena voluntad se proponga enriquecer la contienda con un estilo nuevo y con la honestidad que no existe allí. Sumar a la deshonestidad por sistema la honestidad zapatista no tiene nada de honesto. Arrojar flores a un mar de mierda mata las flores y deja intacto el mar de mierda.