Inventario de sombras

Por fin, ha callado la fiesta. En el remanso de la noche que sucede al estruendo, escucho el paso de las horas mustias, un silencio de grillos y cigarras, el rumor de los trenes en la distancia, una distancia que los hace tolerables y hasta románticos, el sueño unánime de los pájaros que pueblan los árboles en parvada… Y algo me dice que las almas de los muertos duermen entre las sombras hacinadas, que las zonas ocultas del pensamiento son laberintos de sombras, que no hay atmósfera más propicia para la quiromancia necrófila que la oscuridad nocturna y la soledad, el vuelo de las sombras, cuando migran los ánimos desde los tremedales de los bajos instintos y el odio misántropo hasta la idealizada serenidad del infinito celeste.

***

El tiempo y sus combinaciones:
los años y los muertos y las sílabas,
cuentos distintos de la misma cuenta.
Espiral de los ecos, el poema
es aire que se esculpe y se disipa,
fugaz alegoría de los nombres
verdaderos. A veces la página respira:
los enjambres de signos, las repúblicas
errantes de sonidos y sentidos,
en rotación magnética se enlazan y dispersan
sobre el papel.

Estoy en donde estuve:
voy detrás del murmullo,
pasos dentro de mí, oídos con los ojos,
el murmullo es mental, yo soy mis pasos,
oigo las voces que yo pienso,
las voces que me piensan al pensarlas.
Soy la sombra que arrojan mis palabras.

Octavio Paz (1)

Pavoso es alguien de índole sombría, capaz de contagiar las sombras y provocar inclusive una epidemia de opacidad umbrosa, una corriente de oscuros nubarrones en los ánimos; desconocido, extraño, el que veo del otro lado del espejo cuando me asomo a la noche interior por esa ventana y advierto que no hay luz en su mirada ni reflejo de la mía, no existe vida en sus ojos, su gesticulación no irradia calor alguno y es más bien expresión de frío y agonía resignada, muerte a paso de oruga que no mutará en mariposa ni en pétalos de crisálida, sino en tortuga vieja con arteriosclerosis y esclerosis múltiple; tampoco percibo color alguno del otro lado, sólo negra oscuridad y penumbra gris, como si el hombre del espejo no fuera hombre, sino planta de sombra, helecho avergonzado y melancólico, al que duele vegetar por el lumbago, al que aflige ser mala hierba como el abrojo, pero intolerante al sol, a la luz diurna, o sea, hierba peor.

Al desconocido, extraño, extranjero en el país de los fantasmas, algo así como la sombra de Nosferatu en el espejo, lo entristece la tristeza de su casa, en donde reposan los escombros del cuerpo que habitó, el cascajo de la mente que brillaba, las ruinas de un alma en pena que lo apena; la tristeza de su casa lo entristece por contagio consuetudinario, por transmisión respiratoria de una enfermedad emparedada, por acumulación de abandono en su presencia y de olvido en su memoria, por aglomeración de telarañas sofocantes inclusive para las arañas, por el polvo de los días y los años que sepulta los muebles, los rincones y las esperanzas, por la voracidad de la carcoma que reduce las puertas a frágiles ilusiones y satura el aire de células muertas, por el salitre de los huesos que, agujas y tubos mediante, contamina el agua, por la queja sonora del viento que lo aqueja con su doliente asedio y lo invade…

Asomarse a la noche interior por el espejo que separa nuestras alteridades es un salto al abismo de las sombras, al nebuloso limbo en donde yacen las cenizas de los sueños, a la región prohibida por la suma de todos los miedos, gélido encuentro de la mirada con la muerte agazapada como fiera en acecho, como irrupción de un rayo en el camino de regreso al origen del fracaso, relámpago que agrieta el piso a nuestro paso en los abruptos recodos y torcidos meandros del tiempo.

El odio que se nutre de vacíos existenciales corrompe las entrañas, envenena la calma y la vida silvestre, intoxica la imaginación literaria y engendra sombras deformes, distorsionadas, arrasa con las tenues luces de las calles pueblerinas a medianoche y deja en su lugar una población de sombras, mientras en los monasterios y conventos, las abadías y parroquias, trueca la cava de vino consagrado por una bodega de sombras, calabozo de tinieblas, mazmorra del horror, en donde son encerrados los niños que se niegan o resisten al sacrificio religioso para que mediten entre ratas y cucarachas hasta que asuman su culpa, el pecado irredento de la desobediencia y la insumisión, que será redimido por la renuncia y el dolor. Para estupideces criminales no paramos.

A la sombra de un árbol, se cierne otra sombra sobre nosotros; sombras de nuevas dudas sustituyen a las antiguas certezas; el cadáver de un indigente quemado apesta entre las sombras sobrepuestas del parque. Al alba, en las rachas de amnesia por las noches de insomnio, confundo las pálidas sombras de fantasías fantasmales con falsos recuerdos, la huella de algo que nunca ocurrió. En el delirio, me sigue y persigue una sombra estilizada, magnificada por mi propia megalopía, me refugio en un salón de trémulas sombras que proyectan las velas del tenebrario al encender sus diminutas llamas, atmósfera de fuegos fatuos, y reflexiono el protagonismo de las sombras en el expresionismo alemán y el cine negro, sombras que se desprenden y adquieren independencia de los cuerpos (2).

Como un diálogo de sombras palpitantes que tiemblan en silencio y un lenguaje sordomudo, tartamudo, la intensa luz del sol que reflejan los astros nocturnos proyecta un esbozo espectral de los sueños en las paredes que rodean mi cama. Si no duermo los veo, sueño despierto. Así recuerdo las noches en vela de una infancia precoz, de cuando la soledad comenzó a ser mi sustancia. Poco o nada podía saber entonces del encuentro del tacto con la cólera helada, del encuentro del gusto con la oreja de Van Gogh en salmuera, del encuentro del oído con un pandemonio de carcajadas, del encuentro del olfato con la muerte a fuego lento y, en fin, del encuentro umbrío de la mirada con el espejo de las sombras.

Ahora que lo pienso, porque soy el reflejo de unos ojos de piedra, una mirada petrificada y atónita como sombra pétrea, y emerjo de la noche interna, insomne, a la noche ubicua, interminable, soy también la sombra sucedánea de mi pérdida, la palabra, la ciénaga, el incendio, inercia delirante «que acaba por ajar la rosa que venera», como el poeta ciego con el báculo a tientas «entre los asfodelos de la sombra». Que así sea.

1. Fragmento final del poema Oídos con el alma…

2. Véase Vampyr – Der Traum des Allan Grey (Alemania, 1932), de Carl Theodor Dreyer, que supone además la transición entre cine silente y sonoro, del cine mudo al hablado, así como una primera y genial exploración de la mirada subjetiva.

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