Jacqueline Bissette

A la salud de Angélica Pineda

Óscar ignoraba lo que sus manos hacían, separándose del cuerpo, mientras él dormía y soñaba lo que ellas tocaban durante la noche. Así fue desde los albores de su primera juventud hasta que, para estudiar la carrera de ingeniería industrial en la Ciudad de México, dejó la provincia y se alojó en una casa de huéspedes. Doña Isela, su anfitriona, era una mujer otoñal, cuya belleza no disminuía con la edad y más bien cambiaba el sentido en que seguiría siendo atractiva, quizás hasta la muerte, ahora con la piel más delgada y arrugada, la voz más ronca, la frente más amplia y la mirada más penetrante. Siempre ocupada en hábitos como el yoga, las labores domésticas y la lectura de historia y literatura universales, en compañía de su gato siamés, además de supervisar el trabajo diario de una mucama, el trabajo semanal de un jardinero y el trabajo esporádico de plomeros, electricistas y pintores de brocha gorda, doña Isela tenía una reunión semanal con amigos coetáneos para dibujar y charlar, comiendo panecillos y bebiendo café, reunión que turnaba en su casa cada mes.

Durante sus primeros días en esa casa, Óscar, un muchacho agradable, tanto en su aspecto superficial como en su trato, era el único huésped; alto, delgado y con un aire de inocencia provinciana que inspiraba confianza, solía preparar él mismo su desayuno mientras la mucama preparaba el de la señora y lo llevaba todas las mañanas a su recámara. Nunca coincidían en la cocina el huésped y su anfitriona; podría decirse que mantenían una sana distancia, más por sus respectivas ocupaciones que por decisión o voluntad. Óscar regresaba del Instituto Politécnico Nacional en la tarde y, cuando no se abocaba a leer en su recámara, salía para cenar, a veces con alguien, en algún restaurante, ir al cine o, si era viernes o sábado, beber con amigos en un bar y, en su caso, bailar con amigas o compañeras de estudios.

En esos días, antes de que la casa tuviera más huéspedes, Óscar y doña Isela se miraban uno al otro desde lejos con simpatía, salvo acaso al ocurrir encuentros casuales o acercamientos espontáneos, pero muy breves, en los que se trataban siempre con gran respeto. Ninguno de los dos estaba plenamente consciente de su atracción mutua, una atracción física y mental que, sin pensarlo siquiera, creían inexistente por la diferencia de edades, o sea, por prejuicio. No es que Óscar fuera un gerontofílico reprimido, sino que su anfitriona, valga la insistencia, era un mujer hermosa y fascinante a cualquier edad. Como personaje literario, parecía inspirado en el otoño de Jacqueline Bisset con una década menos y unos kilos más.

* * *

Antes de cumplir una semana en la casa de huéspedes, Óscar regresó un domingo en la tarde cuando tenía lugar allí la reunión semanal de viejos dibujantes. Al pasar por el pasillo de la sala y saludar, tanto doña Isela como sus invitados respondieron el saludo, y él observó, sin proponerse la comparación, que ella descollaba por su distinción entre ocho ancianos que, ni por asomo, tenían el privilegiado porte de su anfitriona y ni siquiera un ápice de su carisma. La distinción en este caso no era elegancia o refinamiento aristocrático, sino quizás lo contrario: una personalidad caracterizada por atributos natos. Los demás, por lo demás, transmitían la sensación de ser gente honesta y bondadosa…

A despecho —reflexionaría Óscar con objetividad, misoginias aparte—, hay hombres que, después de los sesenta, siguen siendo atractivos a las mujeres de todas las edades, y eso no es demasiado raro, pero excepcionalmente una mujer que rebasa los sesenta puede atraer a los hombres en general, mucho menos a los más jóvenes. Después de los setenta, esta asimetría es más grande, y más excepcional el caso de una mujer atractiva o seductora.

Con esas cavilaciones y esa confirmación de la injusta distribución del encanto —una injusticia paradójica, pues las mujeres son positivamente superiores a los hombres en casi todos los aspectos—, Óscar llegó a su recámara, puso la mochila en la pequeña mesa de madera, se quitó el rompevientos de nailon y lo colgó en el ropero; sacó los libros que llevaba en la mochila y los puso en la misma mesa; cuatro de ellos tenían envolturas de plástico por ser recién comprados, así que se dispuso a desenvolverlos cuando alguien tocó a la puerta, no obstante estar abierta. Era doña Isela, que vestía un pantalón de mezclilla y una playera con estampados mayas, igual que Óscar. Ambos notaron la coincidencia, pero ninguno la comentó.

—¿Se puede? —preguntó ella.

—Sí, doña Isela, adelante.

Con una lentitud que nada tenía de inseguridad o timidez, ella entró a la recámara, mirando y dirigiéndose a los libros en la mesa, que revisó uno por uno.

—Así que lees poesía.

—Sí, a los clásicos de habla hispana.

—¿Los españoles? ¿Lope de Vega… Machado, Hernández, García Lorca, León Felipe?

—Sí, y latinoamericanos.

—¿Darío y Mistral?

—Mistral no me gusta; es empalagosa y cursi; prefiero el surrealismo en verso blanco de Pizarnik.

—Desde luego, siempre será preferible la libertad a la cursilería cuadrada, aunque ambas acaben suicidándose. Yo subí para decirte que, en la sala y el comedor, hay tres vitrinas, una con libros, otra con discos de música y otra con películas. Puedes tomar lo que gustes de allí y devolverlo después.

—Gracias.

—Yo tengo una colección de poesía en inglés y francés. ¿También lees en idiomas extranjeros?

—Puedo, pero me interesa más, por ahora, lo escrito en castellano.

Durante un breve silencio, doña Isela terminó de revisar los libros apilados en la mesa.

—También lees historia.

—Sí, ahora llevo el paso de una biblioteca que publica un libro a la semana; leo todo conforme sale, con excepción de Churchill porque son demasiados libros suyos en esta colección y no es para tanto; hay cierta desproporción.

—No veo novela por aquí, pero supongo que también has de leerla.

—¡Por supuesto! El boom latinoamericano y mucho más.

—¿Nada de ingeniería?

—No, de ingeniería tengo lo indispensable para la carrera y, por fuera, prefiero historia y literatura para desintoxicarme.

—Muy bien, Óscar. Ya platicaremos más. Ahora debo atender a mis viejos amigos y amigos viejos, que no son ávidos lectores; si lo fueran, ejercitarían más la memoria y la tendrían menos olvidada. Pero nos reunimos para dibujar y, aunque tampoco somos incultos, nos permitimos ser insulsos.

La señora se despidió con una sonrisa, y el joven hizo lo mismo. Se había quedado en el aire de la recámara un agradable y cautivador aroma. De no ser porque Óscar calzaba unos zapatos deportivos y doña Isela unas sandalias, las coincidencias serían inquietantes. Ella se abstuvo de informar a su huésped lo que ambos leían y, sobre todo, su idea de que alguien culto, que se perfila inclusive como sabio, si es de habla hispana y tiene interés en superar la mediocridad intelectual, empieza leyendo a los clásicos de la poesía en este idioma, pero al mismo tiempo aprende inglés y francés, para leer después en su idioma original, entre otros, a Shakespeare y Poe (destrozado por Cortázar en sus irrespetuosas traducciones), y conocer también a los poetas malditos del siglo XIX. No se es un mediano conocedor de la poesía universal sin haber leído a Rimbaud y Baudelaire, abrevando siempre de la fuente literaria en su idioma original. En la madurez, los clásicos de habla hispana que nutrieron la mente y la sensibilidad de nuestra primera juventud, resultan más bien lugares comunes.

Como doña Isela no llevó la conversación a ese terreno, tampoco se enteró de que Óscar sabía inglés y francés, y había leído a los mencionados autores, entre muchos otros, pero había vuelto a la poesía clásica de su propio idioma por preferencia personal, un hecho que la habría sorprendido y por el que habría sentido que subestimaba un poco a su joven huésped en calidad de interlocutor.

* * *

Todas las noches, sin que nadie lo advirtiera, las manos de Óscar se desprendían de las muñecas, cerrando los muñones. Si él compartía la cama con una mujer, las manos hacían de las suyas en los alrededores mientras ambos durmieran. Y su primera noche en la casa de huéspedes no sería una excepción: las manos recorrieron palmo a palmo la habitación con cama individual, ropero, televisor encima de un mueble esquinero, pequeña mesa de madera y silla. Un dibujo enmarcado adornaba la única pared sin muebles; era un paisaje de montañas rocosas en el desierto.

La segunda noche, las manos salieron de la recámara para recorrer el pasillo a las afueras de otras habitaciones, haciendo girar en silencio las manijas de las puertas para saber si estaban cerradas con llave; todas lo estaban por fuera, salvo la de una recámara, que había cerrado por dentro su ocupante. El giro de la manija sonó levemente hasta detenerse, y doña Isela no lo escuchó, pero el sonido invadiría su profundo sueño, azuzando la imaginación de que un estudiante politécnico visitaba la intimidad de su aposento en la oscuridad de la noche y se acostaba con ella bajo las sábanas. Esa idea, descartada como posibilidad mientras durmiera con la puerta cerrada por dentro, llegó a ser deseo, y ella optó por evadirlo con ayuda de sus múltiples ocupaciones.

Durante la tercera noche, las manos de Óscar bajaron por las escaleras al pasillo junto a la sala y el comedor de un lado, medio baño, una bodega para despensa y la enorme cocina del otro lado. Así como todas las puertas interiores eran de madera, todos los muebles de la casa eran rústicos. Junto al descanso de la escalera, la pared estaba parcialmente cubierta por un dibujo a carbón castaño sobre sepia, de casi dos metros cuadrados, que era un rostro de medio perfil masculino, anciano y melenudo, con una diadema de tela en la frente y rasgos indígenas; su autora, doña Isela, por razones estéticas y un contradictorio pudor, nunca firmaba su obra. En la planta alta, otro pasillo comunicaba cuatro recámaras y dos baños completos, además de un cuartito para enseres domésticos. La recámara más grande contaba con medio baño propio. 

En sus recorridos y exploraciones superficiales, absteniéndose de abrir cajones y hurgar en ámbitos no menos privados, las manos parecían saber hasta dónde podían moverse sin activar las cámaras ocultas de vigilancia.

Durante la cuarta noche, las manos entraron a la cocina por el pasillo interior y salieron por otra puerta rumbo al patio trasero para subir por una escalera metálica de caracol a la azotea, en donde había dos cuartos de servicio y un baño completo, pero pequeño y precario, además de un enorme tanque de agua sobre los cuartos, un tanque de gas estacionario, dos calentadores y un fregadero en el exterior dividido por una barda y cuya mitad más abierta era usada como tendedero. Allí todas las puertas eran metálicas, y las manos hallaron abierta la del baño, así como la de un cuarto en donde había una lavadora, una secadora, un burro para planchar, una plancha y enseres de limpieza; la puerta del cuarto en donde dormía la mucama estaba cerrada con seguro por dentro y era la única con cortina en la ventana.

Durante la quinta noche, las manos recorrieron el garaje y los dos patios, delantero y trasero. Junto al garaje había un cuarto grande y dividido como bodega y taller. Al final del patio trasero había una casa minúscula de una planta con dos cuartos, una cocina pequeña y un baño completo, espacios que las manos exploraron, introduciéndose por una ventana, pues la puerta estaba cerrada con llave. Entre ambas casas, a un costado del patio trasero, había una tercera casa, la de Apolo, un rottweiler de tamaño intimidante que, alertado por la intrusión de las manos, gruñó suavemente, pero contuvo su ladrido y se dejó acariciar por ellas, sabiendo que eran las del joven huésped.

Durante la sexta noche, las manos subieron desde los patios por las paredes exteriores a las recámaras de la planta alta, cuyas puertas estaban también cerradas con llave, dos de ellas por fuera y una por dentro, pues el propio Óscar nunca echaba llave a la suya para dormir.

Durante la séptima noche, una vez explorada toda la casa, las manos tuvieron su máxima osadía: subieron por la pared exterior desde el patio delantero hasta la recámara principal, entraron en silencio por la ventana siempre abierta (salvo acaso que lloviera), llegaron de puntitas a la cama, se deslizaron con el mismo sigilo por debajo de las sábanas y acariciaron a doña Isela desde la cabeza y el cabello hasta los pies. Ella solía dormir en pijama o camisón y, al sentir las caricias, creyó que soñaba, pero fue despertando poco a poco hasta distinguir, paralizada con los ojos abiertos al máximo, durante los segundos más largos de su propia existencia, el sueño y la realidad. Entonces reaccionó alterada con la respiración agitada y entrecortada, prendió la lámpara de buró y giró sobre la cama para ver quién estaba detrás suyo. Al ver que no había nadie, quitó la cobija y las sábanas con un movimiento rápido y determinante. Las manos ya no estaban allí, y ella se levantó para confirmar que la puerta de la recámara estaba cerrada por dentro. Al hacerlo, pasó del sobresalto a la actitud más pensativa. De nuevo, dio por hecho que soñaba, pero no fue fácil volver a dormir.

* * *

De alguna manera, las manos de Óscar sabían que doña Isela dormiría esa noche sin echar llave por dentro a la puerta de su recámara, de modo que ellas repetirían su descoco, esta vez recibido con aquiescencia. Doña Isela era una mujer tan experimentada que sabía cómo abstenerse de pensar, y conciliaba el sueño sin que la esperanza le causara insomnio. Como la primera vez, al sentir que unas manos la acariciaban, creyó soñar y despertó con lentitud, sin más alteración que una ligera taquicardia y la respiración ligeramente acelerada, seguidas por una imperceptible sudoración, y sin mover más que los párpados al abrir los ojos para mantenerlos abiertos hasta comprobar que tampoco atravesaba por parálisis del sueño. Una vez confirmado que se trataba de la realidad, doña Isela cerró los ojos de nuevo, respiró como sabía que debía respirar para relajarse y disfrutó de la efímera experiencia con pasividad saturnina sin captar, finalmente dormida, el momento en que las manos se fueron de allí como habían llegado, es decir, con el sigilo de una serpiente.

Doña Isela pasó de la omisión de llavear su puerta por dentro a dormir cada vez con menos ropa, que de por sí nunca era más de tres prendas en temporadas calurosas o templadas, hasta que terminó haciéndolo totalmente desnuda. En vano esperaron las manos de Óscar la ocasión en que la señora decidiera corresponder a las caricias, pero no encontrara cuerpo que acariciar y creyera entonces que había soñado lo mismo durante siete noches consecutivas.

El progresivo idilio entre actividad manual y pasividad corporal culminó a la mañana siguiente de la séptima noche, cuando el joven huésped encontró por primera vez a su anfitriona en la cocina, sin más ropa que la camisa de un pijama de talla mayor a la suya, como Jane Fonda en Descalzos en el parque, pero cuarenta años después. También doña Isela estaba descalza y, con un masaje de crema humectante, sus piernas eran tan apetecibles como las de una mujer saludable a sus cuarenta. La melena despeinada le daba un aire jovial a la inexplicable sensualidad de mujer otoñal en su repentino regreso a la primavera. “Buenos días”, le dijo a su huésped con una sonrisa que iluminó sus propios ojos y embelleció su propio rostro; él la saludó sorprendido, repitiendo la frase.

—Toma asiento —invitó ella—. Le di el día libre a la mucama y cociné para los dos tu desayuno favorito: omelette con champiñones, guarnición de frijoles refritos y papas horneadas, todo con mucho ajo y poca sal, una tasa de yogur con granola, jugo de naranja para empezar y café negro para terminar.

Más tímido que nunca, Óscar no atinaría más que a dar las gracias por todo y desayunar frente a la complaciente dama que, una vez servidos ambos comensales en la mesa, no dejó de mirarlo en ningún momento y pasaron incómodos minutos de silencio mutuo y roto al fin por ella:

—¿Tienes novia, Óscar?

—Sí, pero en Tlaxcala, así que… como si no tuviera.

—¿Y aquí, en la ciudad, hay alguna afortunada?

—No… A veces salimos tres amigos con tres hermanas, pero nada serio.

Un breve silencio fue roto ahora por él:

—¿Y usted? ¿Es soltera, divorciada, viuda?

—Mi esposo murió a los 55 años de cirrosis cuando yo tenía cuarenta; prácticamente cometió suicidio.

—¿Era dipsómano?

—Sí.

—¿Y tuvieron hijos?

—Adoptamos a dos niños que llegaron a ser mis amantes cuando se hicieron adultos y murió su padre putativo.

—¿En serio?

—También fui esclava de un monarca turco en una vida pasada; me violaba todas las noches hasta que me preñó; tuve una hija y él dejó de violarme al hacérselo a ella desde su pubertad. Entonces atestiguamos la decadencia del Imperio Otomano.

—¡Vaya imaginación! Podría ser escritora —pensó Óscar sin esfuerzo alguno por averiguar en dónde terminaba la seriedad y comenzaba la burla, pues el desayuno, además, era una delicia suculenta, con ingredientes que él no solía usar, como el orégano y el aceite de sésamo. Durante otro silencio incómodo, advirtió que los ojos de su interlocutora eran de un color verde que oscurecía en la sombra y se aclaraba con la luz hasta ser más bien del color del ámbar o de la miel.

—¿Qué edades tienen tus abuelas? —preguntó ella— ¿Son más viejas que yo, o menos?

—Nunca he sabido con exactitud qué edades tienen, pero ellas se ven más viejas. Aunque también ignoro qué edad tiene usted, yo diría que no son comparables.

—¿Por qué?

—Porque usted no tiene edad y ellas sí, aunque yo la ignore.

—¡Gracias! ¡Qué gentil eres!

Doña Isela echó la espalda hacia atrás y, apoyada en el respaldo de la silla, sin quitar las manos de la mesa, preguntó:

—¿Y tu mamá?

—¿Qué quiere saber?

—¿Cómo se ha portado? —preguntó sonriendo como si contuviera la risa, y su interlocutor hizo lo mismo hasta que ambos dejaron de contenerla y la soltaron al mismo tiempo, algo cercano a la carcajada; luego, la calma y el silencio cada vez menos incómodo.

—Tlaxcala —comentó ella—, capital de los proxenetas y la esclavitud sexual en México.

—Es un municipio que se llama Tenancingo, no es todo Tlaxcala.

—Tlaxcala —repitió ella—, tierra de traidores a México durante la conquista española.

—Eso es un mito.

—Lo sé, lo sé y lo digo para molestarte, conocer y medir tus reacciones, preparando el terreno para lo que viene.

—¿Lo que viene? ¿Qué viene?

—Te lo diré cuando acabes y tomes tu café.

Ella desayunó la mitad de la cantidad que Óscar desayunaría, dándose tiempo para relajarse, mientras su anfitriona, luego de hacer a un lado la otra mitad, tomaba su primera tasa de café. Cuando Óscar terminó y pasó también al café, dió las gracias por tan inesperado agasajo, y ella miró las manos del agradecido comensal, poniendo las suyas encima.

—Quería decirte que todo cuanto pasa por tus sueños pasa también por mi vigilia y es un placer inmenso.

El joven tragó saliva, mirando atónito a doña Isela, quien se puso de pie con tranquilidad para rodear la mesa y pasar por detrás de su huésped, acariciando sus hombros antes de abrazarlo, besarlo en la mejilla y susurrar a su oído: “Gracias por el tacto que has tenido”. La señora remató con un beso en la cabeza y deslizó las manos con lentitud acariciante sobre los hombros antes de retirarse moviendo los brazos de modo que las mangas de la camisa parecieran campanas y ella una púber enamorada en el cuerpo de una mujer otoñal.

* * *

Óscar no durmió esa noche ni la siguiente y terminó perdiendo la cuenta de las noches sin dormir o, por lo menos, con horas de insomnio; se preguntaba cómo era posible que doña Isela espiara sus sueños y los viviera, si acaso era eso lo que sucedía. Confundido y patológicamente obsesionado, empeorado su disturbio mental por el insomnio, el joven consideró también la posibilidad de que todo fuera una extraña casualidad y doña Isela estuviera demente. Si durante una semana, él soñó que la acariciaba de pies a cabeza con algo más próximo al amor que al deseo carnal, y ahora ella se lo agradecía, también podría ser sonámbulo. Todo cuanto pudiera estar sucediendo era desconcertante y grave. Además, ¿por qué ocurría lo que ocurriera con una mujer que podía ser su abuela y nunca antes ocurrió nada ni siquiera parecido con alguna de las jóvenes hermosas y también interesantes que había conocido hasta entonces? Cuanto más lo pensaba, menos lo entendía, y dormir en cantidad y calidad insuficientes, después de no dormir durante una semana, estaba causando una irreparable pérdida de lucidez. Antes de sentirse al borde de la locura, consideró la posibilidad de que doña Isela fuera una bruja o, más todavía, un súcubo. ¡Eso debía de ser! ¡Seguro que eso era! Pero entonces, ¿por qué no se transformaba en una mujer joven, como sería lógico? ¿Por simple originalidad?

Como fuera, Óscar descuidó los estudios y redujo a nada sus actividades físicas, lo cual aumentó el deterioro de su mermada salud en general. Tanto en Tlaxcala como en la Ciudad de México salía todas las mañanas a trotar en un parque, donde hacía también estiramientos musculares, ejercicios respiratorios y abdominales; así comenzaba el día de lunes a viernes, y variaba con natación los fines de semana. Pero todo eso era impensable en los días y las noches que duró la crisis.

Desde luego, el atormentado joven se abstuvo de hablar con alguien al respecto para que lo aconsejara, pues nadie le creería y sería una vergüenza vana. Con la sensación de haber soñado lo que, mientras él dormía, sus manos hicieron y tocaron durante dos semanas, lo invadió también la certeza de que jamás desentrañaría ese misterio. Y en un arranque de lo que otros llaman “instinto de conservación”, decidió irse de la casa de huéspedes sin previo aviso ni dilación. Sería injusto con doña Isela, pero su propia salud debía ser ahora la única prioridad.

Óscar halló bastante rápido otra casa de huéspedes y se mudó sin despedirse ni agradecer las atenciones en persona; lo hizo prácticamente de manera subrepticia cuando la señora estaba en su reunión semanal, cuyo turno tenía lugar en otra casa. Al corriente con sus pagos, nomás dejó una nota que decía: “Tengo que irme, doña Isela. Muchas gracias por todo”. Pero irse de allí no fue suficiente para curar la obsesión. Cuando el joven prófugo lograba dormir, soñaba de nuevo que sus manos acariciaban a doña Isela y, resistiéndose a continuar, despertaba en el tiempo que las manos requerían para regresar de la vieja casa de huéspedes.

Aquella morada, otrora cálida y acogedora, se llenó de estudiantes provenientes de Chihuahua y Nuevo Léon que, una vez libres del yugo paterno, soltaban las riendas de sus instintos más bajos y salvajes. Una noche, las manos visitantes coincidieron con una bacanal de antología, y Óscar soñó que doña Isela interrumpía la desquiciada estridencia de la diversión en su momento culminante, apagando la energía eléctrica desde el panel general, para correrlos a todos con inopinada y sorprendente energía propia, y volver de inmediato a su acostumbrada tranquilidad. Doña Isela no esperó a que llegara la policía: luego del apagón, hizo cuatro disparos al aire con un revólver marca Diablo y encaró desarmada, linterna en mano, a la turba juvenil; entonces llegó la policía, y la enérgica señora restituyó la luz eléctrica para que los huéspedes y sus invitados pudieran irse con todo y chivas. Óscar hizo una pequeña pesquisa y confirmó que había soñado la realidad, como si tuviera una intuición telepática o premonitoria, pero se abstuvo, resistiendo un impulso solidario, de visitar a su antigua anfitriona; se concentró al máximo en los estudios y aumentó al doble los días semanales de natación, entre otras cosas. Aun así, fue necesario un año para recuperar por entero la lucidez, al menos en apariencia, y, dando por imposible una explicación satisfactoria de la experiencia reciente, sostuvo la intensidad de su esfuerzo concentrado para recuperar también un poco del tiempo perdido.

* * *

Al terminar la carrera y titularse como ingeniero, Óscar hablaba ocho idiomas, entre ellos el japonés, cuya complejidad equivale a cinco idiomas de fácil aprendizaje para un hispanoparlante, sobre todo en términos escriturales o de grafía, idiomas como el francés, el italiano, el portugués… Y luego de su infame servicio social en Altos Hornos de México, vivió unos años en Japón, trabajando como ingeniero industrial y estudiando una maestría en siderurgia. De Japón se fue a Brasil para seguir trabajando y estudiando, ahora un doctorado.

Óscar escalaba grados académicos con un inconfesado y absoluto desprecio, sabiendo que le ayudarían a obtener empleos cada vez mejor pagados y con prestaciones cada vez mayores, pero que no servían para acumular conocimiento real ni experiencia propia y mucho menos para aprender algo valioso de la vida. Por el contrario, solía ser gente ignorante y muy estúpida, inclusive deshonesta y cobarde, aunque no hubiera trámite de continuidad en esto último, la que ostentaba títulos académicos. “Si alguien no sabe pensar, en vez de aprender a pensar, obtiene licenciaturas, maestrías y hasta doctorados en hacer y decir estupideces sin enterarse, y así se abre paso al éxito en el mundo de la imbecilidad sin límites ni remedio”, se decía el estudioso crítico de todo lo existente.

En su regreso definitivo a México, Óscar contrajo matrimonio con su novia tlaxcalteca de la misma edad, también políglota y traductora profesional, que lo había esperado más de una década sin abstenerse de otras relaciones íntimas, y tuvieron cuatro hijos, dos mujeres y dos hombres, que a su vez les dieron doce nietos.

Además de acumular maestrías y doctorados, Óscar escribió una veintena de libros imprescindibles desde entonces para la carrera de ingeniería industrial en todos los países del “mundo industrializado”, con títulos como Historia de la siderurgia en México, Siderurgia y metalurgia en América Latina, Historia universal de la siderurgia, y Pasado y presente de las aleaciones en la tecnología moderna: una proyección al futuro promisorio, Ediciones González & Latapí en todos los casos. La mayoría de sus libros compilaban, en parte, cientos de artículos escritos para revistas especializadas, y decenas de ponencias.

* * *

Salvo en esporádicas noches de insomnio, las manos de Óscar hicieron siempre de las suyas, o sea, de taganero universal en los cuerpos de incontables mujeres, todas jóvenes y hermosas, además de “exploración urbana” según su acepción actual, no obstante la imprecisión del nombre que adoptó en las redes sociales una experiencia más amplia en todos los sentidos, incluido el ánimo turístico. Desplazándose por espacios de las más diversas índoles y naturalezas, desde alrededores selváticos y playas vírgenes hasta casas y hoteles abandonados con fama de estar malditos, esas manos jamás descansaron, aunque tampoco se alejaron demasiado de su dueño en las noches exploratorias o traviesas. Como es lógico, más de una vez amanecieron picadas por algún extraño animal que Óscar había soñado…

Admirador de Kirk Douglas, Óscar siguió sus pasos y llegó a ser centenario sin perder la memoria ni el sentido del humor y mucho menos su atracción medio desquiciada, casi demencial, por las mujeres. Vivió sus últimos días junto al mar de Mykonos, Grecia, y una noche que sus manos salieron a la playa de la isla para descansar en el límite de las olas, se le apareció doña Isela en alucinaciones fundidas y confundidas con el sueño para decirle que, así hubieran pasado más de ochenta años desde la última vez que hablaron y se vieron, ella no había muerto y seguía siendo tal como él la conoció y la recordaba; le contó que hacía mucho tiempo, digamos inmemorial, había hablado con el mar en esa playa, y el mar le había concedido un deseo: ser inmortal en la mejor de sus edades. A principios de sus años veinte, ella creyó que el mar inmortalizaría su juventud, cuando sentíase una diosa entre simples mortales de mediocridad intolerable, pero llegó a sus treinta sin el advenimiento de inmortalidad alguna, llegó a sus cuarenta y descartó por completo ese privilegio, llegó a los cincuenta y olvidó su deseo, que finalmente fue cumplido a los 66 años, la mejor de sus edades, para sorpresa de cualquiera, empezando por ella misma, y contrariamente a lo que suele ocurrir en las películas y novelas que banalizan la inmortalidad.

En octubre de 2100, Óscar había vivido tanto como para entender lo sucedido sin enterarse todavía de que sus propias manos tenían autonomía y se consideraban infalibles, pero también habían envejecido y eran cada vez más torpes y lentas, habían perdido sus reflejos y destrezas. Una noche se propusieron la osadía de acariciar mientras durmiera el cuerpo efebo de la bellísima vecina que él había visto desnuda, bañándose de sol en el patio de su casa, patio que hacía una especie de simbiosis con la playa. Pero la vecina de anatómica perfección con movimientos de sensualidad felina y cara de ángel mimetizado era casada y, en cuanto las manos allanaron la privacidad del matrimonio, fueron sorprendidas por el marido, un carnicero de habilidad extraordinaria con los cuchillos, que las despedazó y echó sus restos al inodoro sin hacer consideraciones de ningún tipo. Óscar murió sin manos esa noche, y nadie pudo explicarse por qué no tenía manos y sus muñones estaban cerrados. Por disposición testamentaria, fue incinerado y sus nietos, bisnietos y tataranietos, así como sus respectivas familias y amigos del árbol genealógico, devolvieron las cenizas del ingeniero más brillante del mundo, el hombre de las manos autónomas, al padre y creador de los auténticos inmortales: el mar.

* * *

Doña Isela vive ahora en algún lugar de la provincia francesa, italiana o portuguesa, en compañía de un perro gran danés y un gato de angora, leyendo toda la filosofía clásica y “revisionando” todo el cine clásico, además de impartir un taller de artes plásticas en general para jóvenes y niños, y un taller de dibujo artístico para viejos, como siempre, alternando el yoga con las labores domésticas. Nadie sabe cuánto ha vivido esa mujer, ni en tiempo ni en experiencia, pero la mayoría de sus conocidos la considera infinitamente sabia y con más alma que sabiduría, y es conocida con el nombre de Jacqueline Bisette.

FIN