Negligencias

Huichapan en tiempos de coronavirus

Cuando me apersoné para pagar en la Comisión Federal de Electricidad, un vigilante me recibió en la entrada con gel desinfectante. Cuando regresé días después porque no teníamos luz, había otro vigilante sin gel desinfectante. Para hablar con el “jefe” tuve que registrarme en un libro, y el vigilante me indicó lo que debía escribir, acercándose todo lo posible; nomás le faltó subirse encima de mí o, por lo menos, tocarme. En algún momento intentó hacerse de mi recibo, casi arrebatármelo, y entonces troné; me alejé un paso y dije: “¡Guarde su distancia!” Pero él contestó: “Lo estoy ayudando, no es para que se enoje”.

En la bodega de Aurrerá, en vez de narcocorridos como la vez anterior, los altavoces transmitían indicaciones de que mantuviéramos nuestra distancia, entre otras cosas, todo en función de la prevención sanitaria, pero la gente caminaba sin guardar ninguna distancia, como si tampoco oyera y mucho menos escuchara indicación alguna. Salvo una o dos personas, nadie llevaba tapabocas. Todos se comportaban como zombis, o sea, como siempre, o sea, como zombis.

En la entrada, unas empleadas le decían a la gente que llegaba en grupo: “Sólo dos personas por familia”. Y entonces el grupo de dividía, fingiendo no conocerse, y entraban todos. Una vez adentro, se tomaaaaba su tieeeempo con aleeeegre caaaalma, paseándose por los pasillos, domingueando muy campante y sonriendo unos con otros, como diciendo: “los engañamos, somos bien chingones”.

Un carro de sonido recorre Huichapan también con recomendaciones sanitarias, como quedarse en casa, pero quizás el mensaje tampoco llega a los oídos de nadie.

Hace dos días, intenté hacer ejercicio físico en casa, pero la construcción contigua me atacó primero con humo de cigarro y después con hedor metálico y tíner o algo parecido, así que opté por el parque, esperando encontrarlo desierto, pero había más gente que nunca y fue llegando más y más y más. En los siete años y medio que tengo aquí atrapado, nunca había llegado tanta gente. Se engentaron los juegos infantiles, los espacios para carros, la cancha y sus alrededores; parecía una ocasión especial, como de fiesta, y nadie llevaba tapabocas ni guardaba su distancia con nadie… Quizás extrañan el tianguis y la feria del Calvario, y aprovechan las vacaciones forzadas para estar juntos y unidos, como aconseja El Cacas.

Días antes, comenzó a las dos de la mañana una fiesta de ruido a todo volumen, cerca de mi casa, y acabó a las cinco para continuar en la tarde hasta la madrugada del día siguiente; fue una aglomeración de borrachos y gritones. Descarté llamar al 911 para que la policía municipal hiciera su trabajo porque ya entendí que semejante pretensión es siempre pérdida de tiempo y frustración. Aquí nadie respeta la ley de protección al ambiente ni la ley de cultura cívica, ni saben de su existencia, como si no existieran, porque hasta las “autoridades” las infringen y, en aras de “los usos y costumbres” (sic), son el ejemplo a seguir por el resto de la población.

Huichapan tampoco está enterado de ninguna pandemia ni de ninguna cuarentena. Alguien oye la radio a todo volumen, todo el día, en una emisora saturada de mensajes oficiales, todos relacionados con el coronavirus, pero el cumplimiento con las obligaciones cívicas y sanitarias se reduce a la simulación de atender esos y otros llamados, en este caso imponiendo ruido a todos los vecinos del entorno. Contaminación sonora que viola la ley para simular que la respeta. Demencia en masa.

Durante una tregua de silencio, hice ejercicio en el patio de mi casa y escuché una voz de mujer que vociferaba: “Te vas a morir cuando Dios quiera, no cuando tú digas”, por lo que imaginé el contexto de la oligofrenia católica: “¿Para qué tanta cuarentena, sana distancia y lavado de manos a cada rato, gel desinfectante y tapabocas, si de todos modos es Dios quien dispone, por más que uno haga, siempre se hace su voluntad”.

Días después, pregunté a quien me atendía en una tienda por qué no usaba guantes ni tapabocas o mascarilla, y contestó más o menos eso, pero hablando con faltas de ortografía y de sintaxis, sin articular las palabras rescatables, las que era posible inteligir de su reinvención, como cuando la simbiosis entre analfabetismo oligofrénico y deshonestidad consciente hace comentarios huichapeños en Facebook.

Cuando la pestilencia de las granjas porcícolas alcanzó su máximo nivel en 2018, nadie que viviera en Huichapan se puso nunca tapabocas o mascarilla. Esta gente parece creer que usar esas cosas es reconocer algún padecimiento vergonzante. Ahora, una o dos personas de cada cien se pone tapabocas y quizás lo hace con la sensación de atraer las miradas por desconfianza de los demás…

Así las cosas en este pueblo cuyo presidente municipal no trabaja ni da la cara jamás, se dice que ni siquiera vive en Huichapan, es el peor de la historia, y al que la negligencia criminal de quien se cree presidente de la República le vino como anillo al dedo.


Actualización

Lo del parque infestado sucedió el miércoles 15 de abril en la tarde-noche. El viernes 17, la construcción contigua me impidió de nuevo hacer ejercicio en casa y regresé al parque, ahora con la cámara GoPro por si me desencontraba con otra aglomeración huichapeña. Pero no la hubo. Una familia subía carriolas de bebé a su camioneta para retirarse. Y se retiró. Una señora joven caminaba con su hija de tres o cuatro años alrededor de la cancha. Minutos después, también se marcharon.

Al caminar yo alrededor de la cancha para entrar en calor con cardio articular de hombros, codos y muñecas, noté que faltaron cosas por decir en mi relato anterior: botellas vacías de cerveza y mierda canina en abundancia, por todos lados, lo primero quizás de la verbena espontánea, lo segundo quizás de todos los días con sus respectivas noches. Y pestilencia fecal como de granja. En ambos ocasiones, bases de cartón como para pizza en el piso de los juegos infantiles (si dos días después seguían allí, no es posible saber desde cuándo). El contenedor de basura se desbordaba…

Una observación personal: alrededor de las 19:00 del horario real, o las 20:00 del horario falso, los murciélagos despiertan y revolotean sobre el parque; por su altura, los grandes faros que iluminan la cancha los hacen especialmente visibles allí, más que en la penumbra de los juegos infantiles. Nomás por no dejar de ventilar mi desprecio, me pregunto cuánta gente hace la misma observación: ¿cuánta gente repara en algo que sucede a diario? Y me respondo: además de mí, obviamente nadie.

Tanto el estrépito de pájaros como el de langostas en mis dos patios y sus alrededores pueden asociarse desde la sicología propia y personal con el coronavirus, más allá de una sensación apocalíptica no menos subjetiva, pues la ignorancia popular atribuyó a la barbacoa de murciélago el origen de la pandemia en China…

A la mierda canina y la pestilencia fecal como de granja se suma el hecho de que los “servicios” sanitarios de Huichapan tienen AÑOS negándose a limpiar los baños del parque a las afueras del Lienzo Charro (pletóricos de mierda humana), que también apestan y enferman sobre todo a los niños que juegan aquí o “estudian” en la escuela primaria.

El mismo viernes a medianoche, o en la primera hora del sábado, salí al patio de mi casa y otra pestilencia fecal como de granja parecía un enésimo anuncio: múltiples señales parecen indican que volveremos a padecer la contaminación que hizo crisis en septiembre de 2018, pues a Huichapan no le basta con una pandemia para enterarse de que hay algo en el aire.

(Seguiremos informando…)

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