Inventario de silencios

En la noche que me habita he sido tránsito apacible de silencio y mansedumbre, letargo del instinto, cataclismo en reposo. «Entre los asfodelos de la sombra», del poema de Borges que me alude, troqué su diminuto colibrí por un murciélago gigante. Cuando las aves del olvido anidan en mi cama, la memoria despliega las alas del tiempo y, con el rumor de las horas muertas, levanta el vuelo. En el aire invadido por los fantasmas del insomnio, viciado por los ruidos viscerales de mi recaída en las inercias obsesivas, por el vaho de las incurias y abulias depresivas, en la oscuridad colmada por el odio y la envenenada calma de sus demonios, soy piedra que respira soledad por las heridas abiertas del alma, por sus poros alotrópicos, soy piedra pómez con osteoporosis leve y esguinces por infartos en las articulaciones, por inactividad física en mi época de borracho, por actividad vegetativa sin pausa ni descanso…

En las tinieblas del mundo humano y su negro abismo he sido un hálito de luz, un soplo al corazón, entre sístole y diástole, golpe que irriga sangre al tálamo cerebral en ebullición, estimulando «la glándula de los presagios» y las intuiciones. Como he dicho antes, pero no pones atención, entre dos gotas de agua, la eternidad naufraga y un silencio palpita. La erupción del volcán que llevo dentro desborda la noche que me habita.

Cuando amaina el pandemonio del infierno en la tierra y escampa el llanto inconsolable de los sauces, y los perros dejan de ladrar al paso de las nubes que desvelan el plenilunio, más o menos a las tres de la madrugada, escucho una voz de niña-diablo, un grito que se ahoga por el nudo en la garganta con el chiste del ahorcado, un estrépito de vidrios rotos y un tráfago de gatos en los contenedores de basura; el espejo de cuerpo entero ha cegado el reflejo de Medusa, como el de Narciso en un manantial de barro, y una racha de viento se ha llevado la música del fauno; un ilusorio canto de sirena hizo naufragar el soliloquio de mi romance con la noche, y volví al remanso amniótico de mi lecho con Tahoma, que suele caminar los sueños en el fondo más hondo y silencioso del mar, «donde los peces son ciegos y los buzos se mueren de nostalgia», como escribiera Gabo en sus mejores años, los de Macondo, la epopeya de un siglo de soledad. Como los murmullos de los difuntos en el Comala de Juan Rulfo, el acúfeno acuático es otra forma de silencio, y el agua de mujer descalza es tan cálida como sus pies. Tahoma boga desnuda en la bruma de los sueños, entre los palafitos de la noche.

Soy todo cuanto he sido y lo recuerdo: minotauro en su laberinto y laberinto sin minotauro, andadura de plantígrado y escritura de madrugada, penumbra de burdel marginal que hiede a cerveza rancia y huachinango crudo, anguila entre los húmedos muslos de Tahoma, sed insaciable que bebe de sus pétalos intensamente rojos el dulce rocío, cocodrilo de ciénaga que llora por la muerte de una flor, espesas lágrimas que inundan su pantano, espantajo sin ojos por culpa de los cuervos, pájaro lleno de paja, «pájaro lleno de pájaros, / canción que vuelve las alas / hacia arriba y hacia abajo», como canta la boca de Miguel Hernández.

He sido y soy acuático silencio de arrecifes en la isla de los murciélagos, silencio sepulcral en el cementerio de los monjes ciegos, litúrgico letargo entre palmatorias y candelabros, silencio de piedra pactado por las gárgolas y roto por los rayos, truenos y relámpagos de la tempestad, por la fuerza telúrica de un sacudimiento de la conciencia, silencio de la noche que me habita en la ciudad que llevo dentro, la de los cuatro perros que salen del parque Xicoténcatl a caminar de madrugada en unánime silencio.

Soy silencio de hielo que no hiela, pero hiere con saña y, debajo de la cama de una mujer encinta, hiede a mandrágora. Soy silencio del que mana otro silencio, como secuencia de la banda silente de una época, la que vivo y muere silenciosamente, la muerte que vivo y escribo en silencio. Que así sea.

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