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Putas tristes

Putas tristes

Siempre me sueño joven, esta vez apenas entrado en la adolescencia. Ella quizás una década mayor, o década y media, parecía tener prisa de sacar el máximo provecho posible, con exhibicionismo y un comportamiento incitante, a la sensualidad de su cuerpo; llevaba un diminuto vestido negro, cuya minifalda era de tiras rematadas por nudos pequeños. El recuerdo comienza en el momento que subíamos las escaleras, ella delante de mí; llegábamos al primer piso y ella volteaba sonriente y luminosa para confirmar que yo la seguía. Una vez arriba, caminando a media luz por un pasillo alfombrado como en hotel de lujo, ella se levantaba la falda por los costados, en una exaltación de su alegría y su entusiasmo, para mostrar desnudas las nalgas y las caderas. Creo que llevaba una tanga negra. Yo era su único público, pero lo hacía como si preparara su disposición a ser vista en la calle. Ignoro cómo podía levantar las delgadas tiras de tela con un sólo movimiento, pero Freud me decía que no existía tal posibilidad, sino deseo inconsciente por desentrañar. Su cuerpo en general y su trasero en particular eran más bien incipientes y demasiado blandos, como si nunca hiciera ejercicio, algo que también fue común en mis sueños eróticos de la infancia real.

(A riesgo de caer en la dispersión, me permito este paréntesis para relacionar un «bailable» de la escuela primaria: una niña de ocho años, según mis cálculos, vestía como bailarina hawaiana, y yo, detrás de ella, preparado para la danza de los machetes, arrancaba de una en una todas las tiras de su falda que me permitían el tiempo, la cercanía, la discreción y la irresistible fragilidad, antes de que su turno de salir a escena interrumpiera mi travesura y la continuara en un sueño hasta dejar desnuda esa parte del cuerpo bajo el delgado cordel del que pendían las tiras de papel estraza).

En el sueño reciente, la planta alta era un pasillo rojo con puertas a los lados. No recuerdo el color de las puertas, quizá porque estaban abiertas, pero su marco era amarillo. Pequeñas lámparas de pared, también amarillas, iluminaban con luz «cálida» esa atmósfera onírica de película de Lynch. En cada puerta, una puta más joven y físicamente más grande que mi guía fatal esperaba de pie, apoyando el hombro en el marco (pose muy del talón), pero al ver el arribo de la mujer menuda y de pelo negro, con actitudes y comportamientos desatados y desbordantes, se le acercaron, llevándola sutilmente hacia uno de los cuartos.

—La cosa no es conmigo, sino con él —dijo ella, señalándome.

Yo me quedaría con las putas para que me hicieran hombre mientras ella se iba de puta con los hombres que ya estaban hechos («cuando estés listo para mí, regreso por ti»), así que desistieron de hacerla entrar al cuarto más próximo, pero una deslizó el dedo más largo de su mano derecha por las orillas del vestido negro, mientras otra desplazaba una mano acariciante por los hombros y los brazos, lamiendo los dedos de su otra mano. La mujer que segundos antes planeaba provocar atracción masculina con recíproca y complementaria urgencia, contenía sus impulsos por un instante dubitativo de curiosidad, dejándose tocar, hasta que una de las putas acercó su boca para lamer los labios de ella con la punta de la lengua, y la otra introdujo los dedos húmedos por la entrepierna, abriéndose paso entre las delgadas tiras de tela. La mujer de ímpetu rebosante me olvidó por completo, al menos en paciencia, y correspondió a las delicias en ese voluptuoso intercambio de lascivia, saliva y otros fluidos.

Entendí entonces que las putas nunca me vieron porque nunca estuve allí, sino del otro lado del espejo en una cámara de Geselle, como exterior del Aleph o reminiscencia metafórica de mi despertar erótico en sueños precoces.

***

abba

No fueron esas putas nalgonas de anchos muslos y torsos robustos las que abrieron a la luz de la luna y el sol de la primavera la flor de mis sentidos, sino las cantantes del grupo Abba cuando se presentaron por primera vez en minifaldas abiertas por los costados y su imagen nutrió de contenido mis sueños eróticos, mis deseos adelantados al despertar sexual, anticipos del placer que hace confundir su amabilidad con el amor cuando en realidad no tiene relación alguna. Desperté de aquellos sueños para zambullirme con audacia suicida y hambre caníbal en los muslos de Anni-Frid y saltar a los de Agnetha, escuchando sus voces melodiosas en música de un sonido que, sin decírmelo, embellecía la presencia física del espléndido par, aumentaba la belleza y la feminidad de sus rostros y sus cuerpos espigados, prácticamente idénticos. (Hay que agradecer a sus maridos que permanecieran siempre en segundo plano y parecieran homosexuales.)

La presentación de las vocalistas en minifaldas fue, para mí, una lección inolvidable de anatomía femenina; sus piernas esbeltas en la misma proporción que el resto de sus cuerpos (estereotipo de perfección que pasa de moda para dar paso al raquitismo anoréxico – bulímico – esquelético de la Top Model actual) tenían más volumen del imaginable bajo una falda larga o un pantalón holgado; sus muslos ensanchaban hacia lo alto con sorprendente munificencia y apetitosa liberalidad, hasta un centímetro antes de las ingles, donde terminaba la falda, cuanto más corta más larga su generosidad. La engañosa economía de tela no reducía su función ornamental a la de un cinturón ancho bajo la cintura, como visten las putas de La Merced, sino que se dejaba caer desde mucho más arriba, de modo que la falda no era propiamente corta, pero dejaba las piernas totalmente a la vista, inclusive un calzón que tampoco era tal ni pantimedia o alguna otra prenda de lencería, sino pantalón de tamaño suficiente para cubrir nada más las zonas íntimas y evitar así una mirada indiscreta de la cámara o la irrupción mojigata de la censura.

Ambas de busto normal, por no decir pequeño, más para un gusto universal desde su origen sueco que para la preferencia gringa por las tetas grandes, así sean de silicona, y las piernas flacas de puro hueso —estética de pésimo gusto que universalizan los cánones de la industria del espectáculo—, la personalidad que Agnetha y Anni-Frid confirieron al cuarteto musical puede resumirse hoy en una palabra: sensualidad.

El rostro de Anni-Frid (Frida), unas veces pelirroja, otras de cabello castaño, tenía facciones similares a las de Jacqueline Bisset, mientras el de Agnetha, enmarcado siempre por una melena larga y rubia, guardaba similitudes con el de Jane Fonda. Anni-Frid tenía también un aire de mujer madura-interesante-atractiva-guapa, no bonita, que hacía imaginar veladas acogedoras con charlas acompañadas de vino tinto al calor del hogar con música suya de fondo y besos interminables en el sofá. Con el tiempo, sin embargo, no menos atractiva y cautivante, la imagen de Agnetha en su juventud fue ganándose mi gusto, mi cariño y un lugar más duradero en la memoria.

Yo tenía nueve años de edad cuando Abba saltó a la fama con un sonido agradable a pesar de las letras cursis y las coreografías fresas, correspondencia de la que podía salvarse cualquiera que no supiera inglés mientras ellas no cantaran en español y yo perdiera entonces la tolerancia. Dos o tres años después de que saltaran a la fama, yo asalté su cama y lo hago de nuevo cuatro décadas más tarde cuando el tiempo, el ánimo y YouTube me lo permiten.

Más que la canción Fernando y el hermoso tono de su arreglo andino con redobles de tambor, más que Andante, andante, o The Winner Takes It All, o Mama mia, o Gimme Gimme Gimme, más que todas las canciones de aquella época inmortal (con excepción de Chiquitita y otras cursilerías por el estilo), gracias por la belleza para los sentidos, la belleza en todos los sentidos, Agnetha y Frida. La sensibilidad no está peleada con las hormonas.

¡Eh bien, dames, à votre santé!


De la misma serie: Eros ideológico

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