Cachondeos

Una muchacha menuda, en compañía de un chavo también pequeño y descamisado, vestía pantalón corto de mezclilla y ombliguero; ambos de piel clara y cabello castaño, estudiantes de CCH; ella, simplemente perfecta… ¡Universidad! –culminó la porra como consigna. ¡Pública y gratuita! –gritó él. ¡Sin porros! –agregó ella. ¡Y sin Peña! –respondió una voz colectiva que cimbró la cortina de metal a sus espaldas. La pared miraba el contorno proyectado como sombra, su talle desnudo, sus caderas, unas piernas delgadas, pero con suficiente carne qué morder. La cortina de metal vibraba como si un escalofrío la recorriera desde el pavimento al paso de muchedumbre con la fuerza telúrica de la juventud. El contingente universitario pasó de largo y ellos se quedaron en la banqueta, dibujando, escribiendo, uno en el cuerpo del otro, en la piel como espacio para letreros ambulantes, itinerantes: ¿Quién callará mi grito de colores, como tatuaje vívido y provisional, espontáneo y fugaz?

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Si algo sigue caracterizando este año a la primavera en México es el cuerpo como vehículo de comunicación alternativa, transmisor de mensajes directos o simbólicos, frecuentemente alegóricos, a falta de cabida en los medios electrónicos de idiotización y desinformación en masa, difusión de falsedad y estupidez, avasallante miseria. La juventud estudiantil, por su parte, rebosante de salud física y mental, ímpetu y energía, pletórica de ingenio y creatividad, a veces picardía, responde a la cerrazón con apertura: «La televisión es tuya, las paredes son nuestras» y el cuerpo también, y por eso hablan libremente, con animosidad rebelde, como si esta generación hubiese acumulado la indignación de las anteriores por el trato de la televisión a las mayorías como idiotas, cuando resulta que son pensantes, para sorpresa minoritaria. Seguramente son idiotas las masas que concurren en conciertos de Luis Miguel o Ricky Martin, pero había una porción crítica del estudiantado, más o menos desinformada… hasta que tuvo su momento estelar.

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Hace unos años, imaginé un movimiento social de película, tres décadas después de haber visto su embrión en el cine: jóvenes anarcos de audacia subversiva subían a las azoteas de algunos edificios y arrojaban desde allí televisores al estrellato del pavimento con saldo blanco, pero causando suficiente alarma como para movilizar a la policía. La iniciativa tendría origen en las radios libres, desde las cuales tendría también amplia difusión y cobertura, tanto la convocatoria como la realización, respectivamente, antes del auge actual de las redes sociales, en donde se cocinan movilizaciones multitudinarias, de magnitud que supera toda proporción vista durante un siglo, por lo menos, movilizaciones incontenibles ni siquiera con ejércitos, y de ahí la intentona de censura, por no decir control totalitario, en internet. Aunque nunca lo escribí, traducido en símbolos, mi alucine o cachondeo no estaba demasiado lejos de la realidad que vivimos hoy.

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«Si nos cierran las puertas, derribamos un muro», parece decir en los hechos la juventud que grita, canta y baila en las calles y plazas, embozada con un paliacate rojo, al ritmo de la batucada, y se mira en el espejo de la multitud. ¿Quién callará el vigoroso grito de mi cuerpo, de mi piel, escrito a mano, a colores? ¿Quién? La primavera de este año en México se resiste a dejar de serlo bajo amenaza de lluvia y el horario de Wall Street, o sea, el verano en primavera, que amenaza también con acabar antes de tiempo a causa del cambio climático. «¡A pesar del otoño, creceremos!» –dice una vieja canción, de la generación del Subcomandante Marcos.

43 armas

Armas de creatividad masiva

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